La especulación sobre qué va a pasar cuando «empiece a bajar la curva» tiene al mundo en un suspenso estresante. Toda la cultura moderna gira en torno a proyecciones. Malogrado, el aquí y ahora se aleja —reprime— porque resulta incómodo, insuficiente, aburrido, doloroso, etc. Esta es una cualidad estructural de la ansiedad que caracteriza a nuestra civilización, y que tan familiar nos resulta a nivel personal.
Que baje la curva en este caso no necesariamente significa eliminar la amenaza del virus de raíz. La discusión refiere a lo que vendrá después del estado de catástrofe en el que se encuentra el mundo. Algunos expertos apuestan por que el virus ha dado un golpe mortal al capitalismo, mientras que otros afirman que lo que viene es una sociedad de control ultra sofisticada (para ver más: comentarios de Byung Chul Han sobre el coronavirus, disponible aquí). ¿Qué los hace pensar que habrá un desenlace definitivo a esta crisis en el corto plazo? Para la mayor parte de la población mundial, en cualquier caso, la vida transcurre en estado de excepción permanente hace mucho tiempo. El problema intelectual acerca de «el cambio» es, para bien o para mal, un problema relativo. La experiencia del cambio, por el contrario, es total. Después de muchos ires y venires ideológicos la siempre en aumento proletarización del mundo, de la que se nos advirtió hace ya más de un siglo atrás, hoy nos pone frente a frente con este hecho.
Entender el origen del virus permite entender a la vez que la crisis tiene sus raíces bien ancladas en suelo humano. Es más, las epidemias del último par de siglos se manifiestan como la sombra de la industrialización capitalista, tanto como su heraldo (recomiendo revisar el artículo publicado por el grupo Chuang, de Hong Kong, titulado Contagio social: guerra de clases microbiológica en China. La traducción al castellano fue recientemente publicada y está disponible aquí). Desde las pestes bovinas en Inglaterra a fines del siglo xix, pasando por la fiebre española hasta el brote de Ébola en África en 2014, cada uno de estos eventos se corresponde con un proceso previo o simultáneo de industrialización masiva del campo. La devastación ecológica reduce dramáticamente el tipo de complejidad ambiental con la que los ecosistemas interrumpen naturalmente la cadena de transmisión de los virus, lo que sumado al hacinamiento que se genera entre humanos y animales (los pocos que deja a su paso) facilita la transmisión entre especies1.
De esta forma, el «caldo de cultivo» que ha sido China en los últimos años para las distintas formas de Coronavirus nada tiene que ver con cuestiones culturales —con sus “malas y poco higiénicas costumbres” como algunos análisis racistas intentan mostrar—, sino con un problema de las dinámicas propias de la producción capitalista global y su despliegue geográfico. El “enemigo invisible” (en palabras de Rodrigo Karmy, aquí) al que los gobiernos del mundo le han declarado la guerra es también un enemigo interno. Pero como ha confirmado la ideología del progreso, el neurótico es ciego a lo obvio (ver Karen Horney, La personalidad neurótica de nuestro tiempo).
El nuevo sentido común ha observado que si la «emergencia» se viviera no sólo como una situación de peligro sino como el momento en que algo efectivamente emerge, toda esta experiencia humana tendría un carácter totalmente distinto 2. La dificultad está en que, tal como en el proceso terapéutico, lo que emerge en una crisis como verdad provoca no solo vértigo sino que incluso horror. Esto lo saben muy bien las tradiciones chamánicas alrededor del planeta. Por ejemplo, el consejo de los indios Cofán a este respecto es: si la serpiente viene por ti, deja que te coma.
Con todo, la pandemia se vive con desfases y no es un proceso lineal, se superpone a la fragmentación social preexistente. Lo que emerge no lo hace monolíticamente, y es aún misterioso. Mientras en China el presidente declaraba hace ya varios días la victoria visitando la zona cero y Europa está sumida en la tragedia, el hemisferio sur recién empieza a sentir los efectos a medida que se acerca el invierno. Pero la geografía global se reproduce a escala local como un fractal. Así, mientras unos barrios son aterrorizados por el Estado policiaco en medio de la pandemia, en otros se aprovecha el tiempo para coordinar las faenas de represión salarial desde balcones con vista al mar.
La disciplina del cuerpo alcanza niveles insospechados: ya no es sólo el aparato represivo del Estado el que controla, sino que cada sujeto se vuelve rápidamente agente de control de sí mismx. Este condicionamiento, sin embargo, no es nuevo. Es sólo que hoy aparece sin maquillaje. Al tiempo que la máquina económica pierde potencia, sus componentes biopolíticos parecen sofisticarse aún más: la cuarentena se transforma lento pero seguro en una nueva y surrealista forma de apartheid biológico global.
Pero los verdaderos alcances de la cuarentena están recién empezando a evidenciarse. La sublimación del mantra «del trabajo a la casa» que el último modelo de jaula significa, puede que esté resolviendo el problema del cambio climático —posponiéndolo un poco más— al eliminar un mayor porcentaje de «tiempo de ocio» de la ecuación a la que ha sido reducida la vida. Este «ocio» se traduce en nuestra cultura a dos industrias que se han detenido en seco: el turismo y la gran industria cultural y de entretención. Ahora las actividades outdoors se limitan, cada vez en más lugares, a «pasear al perro, salir a trotar una vez al día máximo y en solitario, salir a abastecerse de comida, ir al trabajo3 sólo si es estrictamente necesario». ¿No volverá esto mucho más fácil la labor para las policías del mundo? Las calles vacías se ven más «limpias». Es un criterio perfectamente robótico: arrestar o arrestar.
Aquí otro mantra: «el humano es animal de costumbre». El pánico que está desatando hoy la plaga en el mundo civilizado pronto podrá transformarse en un cómodo aturdimiento traído hasta ustedes por el ministerio de antidepresivos. Teletrabajo, televigilancia, telesociabilidad (vea el último comunicado del grupo Evade Chile 2020#, disponible aquí). Las mascarillas serán una prenda de vestir indispensable, y los drones traerán el resto de los commodities hasta nuestra puerta. Lxs pobres vivirán en las periferias de la urbe a su propia suerte. El virus será una amenaza que viene de los bordes, como la delincuencia. Sólo la realidad virtual será considerada un «espacio seguro» y el movimiento libre en lugares abiertos estará restringido para las islas de los ricos. Pero, ¿no es todo este escenario futurista irónicamente familiar? No hay que ser experto para darse cuenta de lo poco que ha cambiado la simple vida cuando se piensa en esos viejos vectores: la precariedad, la injusticia y el sufrimiento.
«La casa» a la que nos mandan a guardar —así como el espacio en general— se ha vuelto protagonista justo en el momento histórico en que la humanidad la ha transformado en un problema existencial. Así como no hay «derecho a la ciudad», tampoco hay derecho a techo. Es sólo una fracción minoritaria de la población mundial la que tiene realmente resuelta su situación habitacional. Para la vasta mayoría no es un lugar seguro ni de confort sino, de un modo u otro, un fantasma que acecha persistente y constantemente.
Al leer las indicaciones y disposiciones que promulgan los gobiernos pareciera que cada habitante de las ciudades tiene a su disposición una habitación dentro de una casa espaciosa, que no existe la violencia de género, ni problemas de hacinamiento, etc. Exigen que los enfermos «se queden en su habitación con una ventilación natural adecuada». ¿Saben acaso cuánto vale ese lujo? Una pobladora de una toma de Lampa, Santiago, le respondía sin pelos en la lengua a la prensa mercenaria a través de la televisión abierta: “porque estamos ilegales en esta tierra y somos pobres el gobierno nos condena a muerte”.
En países como Italia y España ya se ha hecho ver cómo, enfermxs o no, muchxs de quienes cuentan con el lujo de una casa pasaban jornadas completas “frente al televisor y con sus teléfonos alimentando su terror, o en las reuniones sociales, donde se excitaban y asustaban y se atacaban entre ellos, comentando los anuncios cada vez más ansiosos, haciendo recargas para actualizar el «doble juego» de los muertos y recuperados” (Diario Virale #3 de Wu Ming. Disponible aquí).
¿Pero cómo ganó China la batalla a la epidemia y al estado de excepción? ¿La ganó? Los reportes que describen la estrategia son dignos de la ciencia ficción más espectacular. El «Gran Hermano» descrito por Orwell parece un anticuado artefacto a vapor al lado de la ultra sofisticada sociedad digital en la que viven muchos chinos hoy. Sin embargo, no hay que tragarse de golpe la propaganda. Como han hecho ver desde Asia, la verdad oculta es que la agresividad de la respuesta totalitaria del Estado chino es síntoma de su propia incapacidad para lidiar con la crisis, y toda la infraestructura de control que se exhibe con orgullo ante el mundo no es más que un sitio en construcción.
Lo que es cierto es que, así como en China, la cuarentena se vuelve lentamente una forma de vida en cada uno de los países más afectados. Salir de la casa se ha transformado en un lujo.
Puede que con esto estemos asistiendo a la «orientalización» de occidente, que el profundo y ancestral sentido de disciplina de la tradición confuciana, que alimenta ideológica y logísticamente el totalitarismo de sus dinastías modernas, sea el aporte de oriente a la última vuelta de tuerca del capitalismo. De hecho, el frente productivo también avanza. Occidente está quedando tan desvalido que todo apuesta por el poder de acaparamiento de la superindustria asiática: casi todos los insumos médicos y equipos que se necesitan vienen de China, India y Pakistán. Inundarán la vida cotidiana con tecnología de vigilancia de última generación, y de paso resolverán el problema sanitario amplificando su industria médica y farmacéutica. ¿Todo será vigilado por las máquinas de la gracia amorosa? 4. No está demás recordar, antes de entrar en pánico nuevamente, que todo está por verse.
Desde este rincón del mundo el virus se ve aún como una ola gigante que amenaza con azotar la costa. El territorio chileno, que conoce bien los tsunamis, en realidad nunca estuvo mejor preparado para una marejada: la insurrección de 5 meses que sólo se detuvo producto de la pandemia despertó el sentido común del pueblo. En la isla grande de Chiloé, por ejemplo, sin esperar ninguna medida de gobierno, ese sentido común se organizó y salió a cortar las carreteras para impedir la circulación de mercancía humanas y no-humanas que en su flujo sólo expanden la pandemia a lugares altamente precarizados: para 180.000 habitantes de la isla hay sólo 6 respiradores disponibles. El mensaje fue claro: «acá no decide el Estado, decide Chiloé». Los pobladores escoltaron a la policía fuera de la isla. Sus carros militares desfilaron hacia un transbordador que los llevó de vuelta al continente.
Situaciones como esta se han reportado en muchos lugares del mundo. En Colombia, por ejemplo, comunidades indígenas de Santa Elena y La Sierra Nevada han salido a cortar el paso al turismo y los camiones de la agroindustria. La barricada no sólo salvará vidas bloqueando el avance del Covid-19, sino que podrá eventualmente detener el flujo normal de la dictadura del dinero y la muerte que arrastra con él.
Si el pueblo resiste el golpe de la ola no va a ser por una eficiente gestión desde arriba, sino por una vital resistencia desde abajo.
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Notas:
- La antítesis práctica de la devastación urbanizadora/industrial puede observarse hoy a vista y paciencia de todo el mundo, ocurriendo frente a nosotros como la escena de una película de Luis Buñuel: en Santiago de Chile se encontró un puma paseando por entre las casas de los barrios acomodados al tercer día de pre-cuarentena. Había bajado de los cerros a buscar comida probablemente porque las mineras que azotan su hábitat han eliminado su fuente original de sustento. Frente al silencio, no dudó en avanzar. Delfines, jabalíes, pavos reales, lobos y monos, etc. han hecho apariciones místicas y mitológicas alrededor del mundo.
- En sus Tesis de filosofía de la historia, Walter Benjamin comenta: “Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado”. Y luego: “La clase que lucha, que está sometida, es el sujeto mismo del conocimiento histórico. En Marx aparece como la última que ha sido esclavizada, como la clase vengadora que lleva hasta el final la obra de liberación en nombre de generaciones vencidas”.
- Por supuesto, esto solo se refiere al trabajo asalariado. El no-trabajo, el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado, el «trabajo del amor», siguen en pie y se intensifica.
- All Watched Over By Machines Of Loving Grace es el nombre de un poema de Richard Brautigan escrito en 1967, en el que describió, en medio de el apogeo hippie, su versión de una utopía tecnológica. Es también en el nombre con que Adam Curtis tituló su serie de televisión de 2011.