Se dice que “Cada vez que Haití estornuda, Miami se resfría”. Pero, en tiempos del COVID-19, lo inverso también es cierto.
Sospeché que las cosas se estaban poniendo serias cuando, en el homenaje fúnebre de un amigo ya mayor que había muerto antes de que el COVID-19 fuese una pandemia, muchos de nosotros trataban de resolver cómo saludarnos. El escenario podría haber entretenido a nuestro amigo, que murió de causas naturales, en los brazos de su esposa, a la edad de noventa y tres. El homenaje fue una de las últimas reuniones en el campus central de la Florida International University, que prontamente implementó la docencia online. Las observaciones sobre la vida y el trabajo de nuestro amigo fueron precedidas por un anuncio de utilidad pública que nos recordó a las sesenta y tantas personas que estábamos ahí lavarnos las manos con frecuencia, toser en el codo y evitar el contacto físico cercano.
“Va a ser difícil no tocarse”, nos dijimos. “Somos haitianos”. Al decir esto, quizá nos hacíamos eco lo que muchos otros grupos alrededor del mundo habían dicho en ocasiones similares: “Somos_____”. Hicimos lo que pudimos con golpes de codo, pero hubo lapsus ocasionales de abrazos y besos llorosos, hasta que alguien en broma sugirió un golpe de trasero, que algunos nosotros intentamos de mutuo consentimiento. No éramos aún del todo conscientes de que había personas en el mundo muriendo de forma dolorosa y solitaria, algunas conectadas a respiradores, y lejos de los brazos de sus seres queridos.
Decir que éramos haitianos tal vez haya sido también un reconocimiento de nuestras colisiones pasadas con los microbios. A inicios de los ochenta los Centros de Control de Enfermedades (Centers for Disease Control) designaron cuatro grupos de “alto riesgo” para síndrome de inmunodeficiencia adquirida: usuarios de drogas intravenosas, homosexuales, hemofílicos y haitianos. Los haitianos fueron los únicos identificados por nacionalidad, en parte por un grupo de pacientes haitianos en el Jackson Memorial Hospital, en Miami. En octubre de 2010, nueve meses después de que un terremoto grado 7.0 remeció a Port-au-Prince y las áreas adyacentes, fuerzas de paz nepalíes de la ONU ubicadas al norte de Haití botaron las aguas del alcantarillado de su base en uno de los ríos más usados de Haití, causando una epidemia de cólera que mató a diez mil personas e infectó a cerca de un millón. Al momento de escribir este texto, Haití ha tenido sólo quince casos confirmados de COVID-19 pero, temiendo que la enfermedad despedace al país y su frágil infraestructura sanitaria, el presidente de Haití, Jovenel Moïse, declaró un estado de emergencia, impuso toques de queda y cerró escuelas y aeropuertos.
Durante las semanas previas a que Haití tuviese casos de COVID-19, familiares y amigos allá me enviaron a mí y a otras personas mensajes de WhatsApp para decirnos que nos cuidáramos de la enfermedad. Era una suerte de inversión en la que nuestra fragilidad parecía ahora mayor que la de ellos. Tenían más experiencia con las irrupciones cotidianas, incluyendo toques de queda de meses por protestas políticas. Esto, también, pasará, me escribía una prima poética, compañera amante de los atardeceres, cada vez más preocupada por mí mientras crecían los números de muertes en Florida. “Espero que tú y tu esposo y tus hijas tengan una vida larga. Espero que, cuando mueras finalmente en tu vejez, digan que comiste mucha sal”.
“O que vi muchos atardeceres”, contesté.
Cuando me mudé al barrio del Pequeño Haití de Miami, en 2002, solía escuchar a mis vecinos decir: “Cuando Haití estornuda, Miami se resfría”. Esto es, lo que fuese que pasara en Haití podía generar una onda expansiva en los hogares, sitios de trabajo, escuelas, barberías e iglesias de Miami. Lo inverso también es verdad. Cientos de haitianos de Miami, al igual que muchos otros inmigrantes caribeños y latinoamericanos que trabajan en las industrias del turismo, hotelería y servicios, ya han perdido sus trabajos debido al COVID-19. No sólo tendrán problemas para sustentarse a sí mismos; también les será imposible enviar remesas a quienes dependen de ellos para sobrevivir. Y en Miami también vive una gran cantidad de trabajadores médicos hatiano-americanos que podrían enfermarse a medida que la pandemia se esparce.
La onda expansiva de salarios perdidos –y, peor todavía, vidas perdidas– en las comunidades migrantes afectará gravemente las economías de nuestros países vecinos, de acuerdo a Marleine Bastien, directora ejecutiva de Family Action Network Movement, una organización comunitaria que trabaja con familias de bajos ingresos. Bastien y su equipo tuvieron que cerrar temporalmente sus oficinas, pero sus clientes, en su mayoría adultos mayores, siguieron llegando para pedir ayuda. Ha tratado de levantar un sistema para que sus asistentes sociales, profesionales de salud mental y asesores legales puedan dar servicios por teléfono o WhatsApp. “Las comunidades migrantes pobres ya tienen muchas necesidades”, dice. “Esta crisis sólo las multiplicará”.
La situación se complica con la reciente regulación del gobierno de Trump sobre cargas sociales, que puede llevar a la negación de permisos de residencia para quienes busquen y reciban beneficios estatales. Cheryl Little, directora ejecutiva de Americans for Immigrant Justice, un estudio jurídico sin fines de lucro en Miami, también está preocupada por la forma en que el COVID-19 afectará a migrantes vulnerable, particularmente a quienes están detenidos. “La desinformación, la xenofobia y el pánico han aumentado de manera desenfrenada en el marco de esta pandemia”, señala en una carta a los afiliados de su organización. “Niños y adultos detenidos en instalaciones sobrepobladas tienen un control limitado sobre su acceso a la higiene y a una salud adecuada. Muchos de nuestros clientes están inmunocomprometidos. Las personas detenidas están encerradas como sardinas en esos lugares, que son placas de Petri para el virus”, me contó. “Tenemos países que han cerrado sus fronteras y se niegan a recibir deportados, lo que significa que la gente simplemente languidecerá detenida y estará constantemente expuesta al virus”.
Una cosa que este virus ha mostrado es que, cuando cualquier lugar en el mundo estornuda, alguno de nosotros puede pegarse un resfrío, y uno mortal. Todavía estoy sorprendida con la forma tan rápida en la que todo cambió después de esa ceremonia conmemorativa, hace unas cuantas semanas. Nuestro amigo había vivido una vida larga y bella. Sufrió un poco, pero también había tuvo su gran cuota de alegría. Había comido mucha sal, como diría mi prima. Ahora quiero que mis vecinos, mis amigos y familiares, mis hijas, todos nosotros, podamos comer un poco más de sal y no sufrir tanto mientras lo hacemos.
Recuerdo haberle dicho a una amiga en la ceremonia fúnebre que estaba planeando viajar a Chile esta semana, con mi familia, para lanzar la edición en español de uno de mis libros y visitar a algunos miembros de la comunidad haitiana allá. Mi hija mayor iba a cumplir quince mientras estuviéramos en Santiago y, como su cumpleaños suele caer en las vacaciones de primavera, se había acostumbrado a ver estos viajes de trabajo planificados cuidadosamente como excursiones especiales para ella. Esta semana, mientras cumplíamos la orden de quedarse en casa en Miami, le pregunté a mi hija qué quería hacer para su cumpleaños y dijo que, tal como lo habíamos hecho algunas veces antes, quería ir en auto a un lugar bello a ver un hermoso atardecer. Tal vez el próximo año podamos hacerlo.
* Publicación original en The New Yorker https://www.newyorker.com/magazine/2020/04/13/ripple-effects
*Traducido por Candy Dubois.
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