La familia de Omar vivía en el interior de un fundo cordillerano, propiedad de los Kunstmann, al interior de Liquiñe. Sus padres, Bruno y Eliana, celebraban con fiestas el aniversario de bodas los 21 de mayo. Bruno trabajaba como administrador del fundo, habitando un acogedor chalet que se emplazaba en medio de montañas y bosque nativo. Allí recibió a los invitados que vinieron de lejos para la fiesta. “Iba a ser una bacanal”, recuerda Omar, el hijo menor del matrimonio. Se avecinaba el invierno, él tenía 14 años, y recuerda los preparativos: mucho trago y comida; hasta habían faenado un cerdo. Tenían provisiones para varios días. Y es que llegar hasta esos rincones de la Araucanía en 1960 no era cosa expedita; así tenían que ser las fiestas en el campo.
El terremoto en Concepción el día anterior prometía una velada más que anecdótica. Myriam, la única hija, se enfermó de amigdalitis mientras huía del sismo, que fue de madrugada. Ella se recuperaba en su pieza, mientras los invitados disfrutaban de la fiesta afuera, ya acostumbrados a las réplicas. Se comentaban noticias de la destrucción que había ocurrido al norte, en el Biobío; el presidente, Jorge Alessandri Rodríguez, suspendió las ceremonias de glorias navales. Un tercio de Concepción estaba en el suelo. Mientras, para ellos, las montañas y los bosques aledaños se convirtieron en un paseo tentador la tarde del domingo 22 de mayo. Ya venían de regreso al chalet, cuando los sacudió un fuerte temblor. Faltaban cinco minutos para las tres de la tarde.
Esa primera sacudida fue suficiente para impresionar a Omar, quien se admiró con el movimiento de las montañas. Afortunadamente no hubo nada que lamentar, más que el susto. En ánimo festivo, alguien propuso un brindis. Eran las 15:11 cuando llegaban las copas y el ponche. Esa era la hora cuando comenzó todo.
Casa de administración, fundo Trafún.
“Ah, viene otro”, exclamaron. “Más o menos fuerte, decíamos todos”, recuerda Omar, que sentía los nervios tensarse a medida que iba subiendo la intensidad del movimiento. Bruno y Hugo, el hijo mayor, fueron a buscar a Myriam, que a esas alturas se encontraba encerrada en su pieza con la puerta ya trancada. En medio de la sacudida, juntos tumbaron la puerta, salvándola tan solo un momento antes de que se derribara la estructura que sostenía las cortinas. Mientras tanto, afuera, el resto intentaba resistir al violento vaivén. Ya no podían estar en pie.
“Cada vez subía más y subía más. Ya parecía que no podía ser más fuerte, y sin embargo seguía subiendo”. Omar piensa que, por las características del terreno cordillerano, su percepción fue mayor. La verdad es que ni siquiera los sismógrafos de la época pudieron cuantificar la liberación de energía: los aparatos se rompieron. Actualmente, se considera que el movimiento que sacudió a Omar y su familia esa tarde, alcanzó una puntuación de 9.5 en escala de Richter; XII en la de Mercalli. En el fondo, es una forma de convenir que los instrumentos registraron el máximo de la escala. Un verdadero cataclismo.
Rememorando esos momentos, Omar ubica la primera impresión que le dio cierta idea de la debacle que estaba ocurriendo; los adultos presentes, campesinos rudos, clamaban misericordia por lo que creían era el fin del mundo. Ver quebrados a esos viejos referentes de fortaleza, lo aterró.
“No terminaba nunca”, dice, para luego recordar cuando pensó que la casa se estaba derrumbando. Era por el escándalo de vidrios, loza y muebles que salían despedidos de su lugar. “Y mi hermana está adentro”, revive, para luego visualizar la providencial imagen de su hermano y su papá saliendo con su hermana, justo en ese momento.
La energía eléctrica venía generada por un sistema con motor y una pequeña caída de agua. Con el sismo, la correa que alimenta el motor se cortó. El voltaje se disparó, lo que se convirtió en una terrible amenaza. Bruno ordenó a Omar ir donde Sepúlveda ―quien vivía a unos 200 metros por el campo― para que cortara la luz, “porque se estaba subiendo”. Mirando el chisporroteo de los cables enloquecidos, llegó donde el vecino, que intentaba contener a su prole.
La duración del sismo se fija entre los 10 y 14 minutos, aproximadamente. Resulta inverosímil; es imposible imaginar vivir todo ese lapso de tiempo durante un terremoto. Los recuerdos de la cantidad de cosas que hizo Omar durante el sismo suenan ridículas, pero coinciden perfecto: el terremoto no puede haber sido mucho más corto. Además de esperar a que rescataran a su hermana, Omar se subió al camión que estaba en pendiente y le puso el freno de mano; corrió a la casa de Sepúlveda y se contactó con él para resolver lo del voltaje. Volvió hasta su casa, y aún se sacudía la tierra. “No pueden haber sido menos de 15 minutos”, dice. Suena como una pesadilla.
II. La naturaleza
El terremoto de mayo de 1960 alcanzó el máximo escalar, con epicentro en las cercanías de Traiguén, Araucanía. Desde allí se desplegó una serie de 37 sismos a lo largo de 1350 kilómetros, entre las penínsulas de Arauco (Biobío) y la de Taitao (Aysén), según estudios posteriores.
La escala de Mercalli está diseñada para medir la intensidad de los sismos a través de la observación cualitativa. El último peldaño, XII, categoriza el cataclismo: Destrucción total, cambios en la geografía. Los objetos salen despedidos. Los niveles y perspectivas quedan distorsionados. Imposibilidad de mantenerse en pie. Para quien lo cuenta, un acabo de mundo.
La manifestación de la naturaleza violenta fue una revelación crucial para el chiquillo de 14 años. Fuerzas antagónicas de una misma entidad, las entrañas de la Tierra pasaron sin piedad por encima de lo que habitaba sobre ella. La perra de la familia, preñada, se arrastró por el suelo, agonizando durante días. Concluyeron que abortó las crías, prontas a nacer, del miedo: y así murió ella de miedo también. Los pájaros no volaban a los árboles, que habían perdido casi todas sus ramas. Se acercaban a las personas de una forma que sería impensada en el común. “Se podían tomar con la mano”, dice Omar, pues se les acercaban hasta 10 centímetros. Se veían asustados, y morían a los días. Los bosques eran intransitables; un tercio de las ramas de los árboles estaban en el suelo; el resto, iba cayendo con las réplicas siguientes. Omar asegura haber visto árboles frutales tocar el suelo con la copa, producto del vaivén. La naturaleza destruyéndose a sí misma, sin miramientos, transformó la existencia del que había sido, hasta el día anterior, un pueril adolescente.
Fotografía de Omar, tomada meses antes del terremoto.
La trágica providencia se aparecía con cada relato. Poco después del sismo, su consuegro y su tío buscaron a pie camino a Villarrica. En medio de los cerros derrumbados y los ríos embalsados, se encontraron con campesinos buscando sobrevivientes: sólo encontraron a un niño bajo la tierra, milagrosamente encapsulado por un árbol que se dobló sobre él. No quedaba más nadie en esos pagos. En el sector de rio Hueico, se contabilizaron 52 familias desaparecidas. En un 80 o 90% las pérdidas humanas correspondían a clanes mapuche.
Él, su familia, y los invitados a la fiesta quedaron totalmente aislados por varios días. Manipulando la radio, pudieron dar con radioaficionados que constataron que la industrial Valdivia estaba literalmente en el suelo. Niebla, Corral, Puerto Saavedra, borradas del mapa por un maremoto. Poco a poco, con los días, comenzaron a conocer qué era lo que había pasado más allá de lo que ellos podían alcanzar a ver. Al día siguiente del terremoto, Bruno fue en vehículo a ver si la circulación a través del lago Pellaifa era posible. Se encontró con dos o tres kilómetros de cerros derrumbados; algunos habían caído dentro del lago, transformándolo para siempre.
Tanto los inquilinos de fundos como los habitantes del pueblo de Liquiñe, dependían de las provisiones que llegaban de Villarrica. Además, dice Omar, “de Valdivia no se podía esperar nada”. Eran muchos los sobrevivientes que necesitaban perentoriamente la salida a través del lago. Las avionetas que llegaron poco antes de la semana a surtir alimentos hacían viajes todo el día, en la medida que el buen tiempo lo permitía. Harina, sobre todo. Pero necesitaban urgentemente contactarse con el resto del mundo. Así comenzó la epopeya local.
Se reunieron las autoridades civiles y se dispusieron, como dicen en el campo, “arar con los bueyes que tenemos, no más”. Hicieron el catastro de las personas que murieron y las que podían trabajar. Entre todos, harían el camino hacia el lago. Que lo hicieron a mano, no es una exageración. Los tractores y maquinarias campesinas se hundían en el fango y la tierra suelta; había que hacerlo a pico y pala.
III. Las epopeyas que el sur puede contar
Terremotos como el de Valdivia se consideran Megaterremotos. Se cree que ocurren cada 300 años, y sus efectos alcanzan niveles planetarios. En 1960, el fuerte choque de las placas de Nazca y Sudamericana movieron el eje terrestre. En términos tangibles, los cambios en la geografía local provocaron la destrucción total de las ciudades de la región. El tsunami que azotó la costa chilena a las 16:20 alcanzó después las costas de todo el Pacífico. Al día siguiente, la ola mató a 61 personas en Hilo, Hawaii. En Chile, el total de muertos y desaparecidos oscilan entre 3000 y 5700 personas. Podrían haber sido muchos más, de no haber sido por la contención del Riñihuazo.
El Riñihue es el último de los lagos de la olla hidrográfica Siete Lagos. Desagua a través del río San Pedro, que pasa por varias localidades además de Valdivia, antes de alcanzar el Pacífico. Con el sismo del 22 de mayo, el río quedó bloqueado por el derrumbe de los cerros. Sin poder desaguar, el nivel del lago Riñihue comenzó a subir rápidamente; cuando superara los 24 metros de altura, el rebalse provocaría una inundación descomunal que se llevaría todo a su paso en apenas cinco horas. La urgencia por destapar el río y desaguar el lago configuró la llamada Epopeya del Riñihue. La tarea consistía en reducir el tapón a 15 metros, mientras se intentaba detener el flujo que baja desde los lagos Panguipulli, Calafquén, Neltume y Pirihueico. La ayuda de la maquinaria sirvió de poco, pues se hundía en el barro. La titánica labor se hizo a pico y pala, como la mayor parte de la reconstrucción de la zona. Trabajadores, militares, obreros, estudiantes, funcionarios del Estado y voluntarios trabajaron día a día, mientras la lluvia del sur se dejaban caer con indolencia. El 24 de julio, poco más de dos meses pasado el cataclismo, se produjo la voladura que permitiría desaguar el lago de forma controlada, con la población evacuada. Las imágenes de la inundación de Valdivia y toda la ribera del río San Pedro son elocuentes en la magnitud del Riñihuazo; sin embargo, no hubo mayor compromiso de vidas humanas. Un éxito.
Un tío de Omar vivía en Los Lagos, muy cerca del río. Al evacuar consideraron dejar puertas y ventanas abiertas de la casa, para que el agua circulara sin llevársela. Durante la inundación, miraban desde las lomas cómo el agua cubría el pueblo. El primer día, la casa resistió. Al día siguiente, vieron cómo un árbol enorme se había trancado con la estructura, partiendo la casa por la mitad. Su tío, enfermo del corazón, casi se murió de la impresión. Omar y su mamá fueron en rescate de las primas más pequeñas, que se refugiaron en el campo mientras duraba la reconstrucción.
De una magnitud mucho menor fue la epopeya que buscó camino al Pellaifa, no por ello menos importante. Junto con despejar el terreno con palas y picotas, rápidamente los campesinos de la zona usaron los árboles caídos para hacer un terraplén; luego ripiaron con piedras, para que pudieran pasar vehículos. Para el 18 de septiembre, ya estaba terminado. Por lo menos así lo recuerda Omar, que para esas fiestas celebraban también el triunfo de la misión. Él no trabajó allí; volvió al internado a las dos o tres semanas. Sin embargo, el tiempo que estuvo acompañando las faenas, se quedó grabado en su memoria. Las imágenes apocalípticas se seguían representando, día tras día. La energía seguía emanando de las entrañas de la Tierra, y la geografía alterada no encontraba sosiego en sus nuevos cursos. Estruendos y anuncios de derrumbe paralizaban la tarea, mientras las miradas aterradas de los trabajadores se cruzaban con un silencio de muerte. Un día, recuerda, apareció un grupo de gente en el horizonte; aislados, venían bajando de los cerros del sur. Eran unas cuantas familias, dice, que vagaban buscando sobrevivientes que les confirmaran que el mundo no se había acabado. Se quedaron trabajando en el levantamiento del camino.
Vista del lago Pellaifa, después del terremoto. Las marcas claras en los cerros revelan el derrumbe de la capa vegetal; antes había selva virgen. A la orilla, un bosque quedó sumergido. Tomada por el protagonista.
El regreso de Omar a su colegio significó la primera vez que el chiquillo voló en avioneta. Pudo ver desde el aire la geografía distorsionada. El papel de la aeronáutica en la tragedia fue fundamental: la ayuda aérea fue la primera en llegar a la región devastada, y por mucho tiempo, de forma exclusiva: las vías terrestres estaban inutilizadas, los puertos habían desaparecido con el tsunami. Según la Revista de Aeronáutica Chilena, se considera que el Puente Aéreo de 1960 comenzó el 21 de mayo y duró hasta el 13 de junio. Contó además con la ayuda de aviones de Argentina, Bolivia, Perú, Colombia, Venezuela, Cuba, Paraguay, Brasil, Estados Unidos y Canadá. Fueron 956 vuelos que permitieron evacuar a más de 8.000 personas y transportar más de 1500 toneladas de carga. A Liquiñe, Omar recuerda que la primera avioneta llegó al quinto día. Él contabiliza aviones Cessna, dos cuadriplaza y dos biplaza, además de un avión de instrucción Piper de tela, que apenas servía para llevar un costal de harina.
Cuando aterrizó en Villarrica, constató que allí el daño no fue tanto. La estadía en el colegio era menos problemática; acostumbrados a las réplicas, sólo cuando el movimiento alcanzaba mayor magnitud sacaban a los niños ordenadamente de las salas. Recuerda que volvieron todos sus compañeros. Mientras tanto, en los campos, sus familias intentaban hacer las paces con la naturaleza.
Hoy, 60 años después, Omar asume el acontecimiento como algo que lo marcó para siempre.
*PS: Este testimonio quiere también ser un homenaje a las personas que, recuerda Omar, participaron en el intenso puente aéreo local: los pilotos del Club Aéreo de Villarrica, Egon Berckoff, Hugo Felis y su padre, Tito Felis. Este último, el de mayor edad y gran historial en la aeronáutica civil, tuvo caracteres legendarios. Cuenta Omar que «dicen que tuvo 16 accidentes aéreos y uno ferroviario [un tren lo arrastró dentro de su camioneta], y murió en su cama».
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