El control del espacio público es una de las formas por excelencia que sirven para medir la fortaleza de los aparatos del Estado. La capacidad de las fuerzas estatales –la policía y los distintos tipos de funcionarios– de dictaminar quién usa los espacios compartidos y cómo, es un índice de los grados de coerción o de consenso que atraviesan a una sociedad. Para nosotres en Santiago eso ha sido evidente desde el 18 de octubre hasta ahora. Primero fue el pago de la locomoción colectiva, luego la presencia en la calle ante los dictámenes del estado de excepción, después las marcas sobre monumentos y, por último, la pulseada con los agentes represivos. Las tácticas de esa ocupación plebeya y masiva han sido tan variadas como persistentes, y la reacción de los poderes instituidos ha sido una muestra de que se toman muy en serio estos gestos. Tal vez demasiado.
Ya en los días previos al cierre de la realidad que ha significado la pandemia pudimos ver cómo en los principales sitios de intervención urbana de Santiago –Plaza de la Dignidad, el eje Alameda, el GAM– operaron brigadas nocturnas que cubrieron de gris plomo los rayados y afiches de la protesta social. Repetían, así, un guión ya ensayado por el autoritarismo chileno en los días que siguieron al golpe contra la Unidad Popular, sólo que en esta ocasión había un cambio cromático. Al trocar el blanco de 1973 por el gris de 2019 las fuerzas de la derecha en el poder, fuese desde los municipios de Santiago y Providencia o desde el gobierno de la Región Metropolitana, cumplieron, sin saberlo, el aforismo de Marx que da inicio al Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte: la historia se repite; la primera vez como tragedia, la segunda como farsa. No porque el gesto de pintar las marcas de la protesta fuese menos violento o drástico, sino porque era en extremo evidente de dónde venían esos impulsos por cubrir las consignas en los muros de la ciudad. Al organizar estas pintadas entre gallos y medianoche, las autoridades acusaban el golpe e intentaban recuperar el control de manera patética y desesperada.
Las respuestas a estos borramientos semi-clandestinos no demoraron mucho. En las semanas inmediatamente posteriores a la revuelta popular, las incursiones de estas brigadas habían sido puntuales, manteniéndose por fuera de los ejes más visibles de la protesta. Sin embargo, entre el 18 y el 19 de febrero un tramo considerable entre Plaza de la Dignidad y la Biblioteca Nacional (incluyendo el Cine Arte Alameda, incendiado poco tiempo antes) fue cubierto de ese manto gris que ya se había visto en otros sectores. No había terminado la tarde de ese miércoles 19 y los segmentos del GAM que habían sido tapados tenían nuevas intervenciones, realizadas por colectivos artísticos, grupos de propaganda y personas individuales que –desde la rabia por la transgresión en el territorio propio– poblaron de nuevo los muros exteriores del edificio. Resulta que nunca hubo avisos de esa intervención nocturna y, casualmente, ni la Municipalidad de Santiago ni la Intendencia tenían informaciones sobre los eventuales responsables. Nuevamente, el patetismo de la respuesta oficial se debatía entre la pretendida ignorancia de los reales ejecutores y los clamores de indignación cívica ante las profanaciones de monumentos y las “incitaciones a la violencia” de los mensajes convenientemente borrados.
Todo este recorrido tiene por finalidad recordarnos que el episodio vivido esta semana a propósito de la intervención de Delight Lab (colectivo de arte dedicado a la iluminación de espacios públicos conocida como mapping) en el edificio Telefónica. Al parecer, la palabra hambre proyectada en la estructura más visible de Plaza Dignidad agitó en exceso la conciencia moral de quienes hoy ya no tienen más superficies para cubrir, pues las masas que estábamos en la calle ahora nos encontramos dispersas o recluidas por la pandemia. El lunes 18 de mayo, siete meses desde el primer momento de la revuelta, fue un día de intensas protestas en el sector sur de Santiago. Frente a la respuesta represiva del gobierno, parecía lógico que una de las pocas formas de expresión del descontento que podemos ejercer con distanciamiento social tomara como centro el motivo tras las manifestaciones: nada más ni nada menos que la precariedad impuesta por un manejo negligente de la crisis sanitaria.
El escándalo entre los cuadros más rancios de la oligarquía no se dejó esperar. O, más que escándalo, la paranoia de siempre: la proyección de una palabra era la prueba definitiva de que les pobladores de El Bosque no podrían haber estado detrás de la denuncia de la miseria impuesta por el gobierno, claro que no. Este acto de propaganda demostraba que esa “oposición obstruccionista” había sido la instigadora de la reaparición de la primera línea, ahora no en el centro de la ciudad, sino en la periferia (como si acaso esos fueran espacios de convivencia idílica con la policía, libres de toda violencia). Al delirio de figuras rancias como Diego Schalper –siempre dispuestas a ver trenzas del PC y el Frente Amplio con Cuba y Venezuela– se sumó, el 19 de mayo, una censura de otro calibre. Adelantándose a la proyección de Delight Lab, un camión aún sin identificar cubrió el costado del edificio Telefónica con luces aún más potentes, con tal de bloquear cualquier mensaje. A los llamados persecutorios de los políticos de derecha y los sabotajes lumínicos se sumaron las amenazas directas al equipo de Delight Lab, que en los hechos tiene una vinculación orgánica tenue con las fuerzas partidarias que son el objeto de la obsesión fascistoide.
Esa cercanía leve, sin embargo, no les ha ahorrado la virulencia y el hostigamiento de quienes quisieran un retorno no sólo a la normalidad sanitaria, sino al orden autoritario que borró por primera vez las intervenciones visuales de la izquierda sobre la ciudad. A medida que nos acercamos a la situación político-social de los ochenta –jornadas de protesta, pauperización, ollas comunes, un régimen acorralado, pero sin disposición a soltar el poder, las recomposiciones, fluidas y equívocas, del mapa político–, es claro que nuevamente corremos el riesgo de repetir la historia como farsa. Los mecanismos de la rebeldía social han debido reinventarse en los tiempos pandémicos, y estas acciones de censura nos debieran recordar que todo autoritarismo siempre crea vínculos entre el gobierno (de civiles o militares) y una base social que lo sustenta. Es ella la que le confirma la rectitud moral y la eficacia política de sus acciones. Desde ahí salen las voces –siempre sobredimensionadas en la máquina amplificadora de los medios de comunicación– que saludan las medidas previsoras ante la crisis, que demandan mano dura ante la delincuencia y el terrorismo, que piden no ceder ante los “chantajes de la izquierda” en la discusión de las medidas económicas.
Si el bloqueo de los mensajes de Delight Lab fue iniciativa de las fuerzas de orden o de individuos particulares no me parece que entrañe una diferencia substancial, sino, a estas alturas, de carácter logístico. Lo mismo ocurre con los galones de pintura que en los meses previos se usaron para la censura de los mensajes adheridos a la superficie tangible de la calle, esos con más vocación de permanencia. Recordemos que el autoritarismo, en sus expresiones más violentas y perversas, se cuida de no dejar huellas. Su eficacia es mayor en la medida que sólo le bastan señales tácitas para que el tejido para-institucional se active y ejerza la represión de facto.
Quisiera pensar –porque el optimismo en el momento del encierro no me viene mal– que reacciones como estas expresan una conciencia de debilidad. Manotazos de ahogado, como se suele decir. Quiero pensarlo así aun cuando las consecuencias de esa desesperación bien podrían ser una disposición más temeraria del gobierno y sus acólitos en la clausura del espacio público. El terreno que hemos ganado en los últimos meses no será abandonado sin peleas intensas, porque por primera vez en décadas se produjo una apropiación masiva de esa “ciudad propia” de Benjamín Vicuña Mackenna, ejecutada por la plebe heteróclita que habita las pesadillas de las clases dominantes. El pánico y el patetismo de la reacción ante el más mínimo cuestionamiento del orden tiene, en fin, un valor ambivalente. Puede señalar la apertura de una nueva distribución del poder, más democrática y colectiva, o el recrudecimiento radical de la violencia estatal, dispuesta a quemar la pradera con tal de no ceder un ápice de su control sobre el latifundio llamado Chile.
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