Compartimos esta entrada de la más reciente entrega de la crítica feminista Gilda Luongo, bajo el sello Ediciones Libro del Cardo.
La autora, amiga de Pedro Lemebel, quien le solicitó escribir este libro para que “las mujeres de sus crónicas tengan un relieve diseñado desde otra mano, una lectura cercana, cómplice, desde la política de los afectos feminista”, indaga desde la teoría feminista, y sus propias experiencias, y va urdiendo la rebeldía, la historia y la representación de género y de disidencias, en cada una de las imágenes de las crónicas que analiza.
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El rostro electrificado del escarmiento. Olvidar/recordar. Una dupla verbal feroz en el Chile de ayer, de hoy. Dos acciones cargadas, explosivas, como peso acerado que nos arroja la escritura de Pedro. Pienso en cómo he olvidado lo que el cronista rememora. Gratitud a su obstinada memoria para figurar una y otra vez a esta mujer olvidada, a esta rebelde de los ochenta. Mujer castigada como tantas otras transgresoras, militantes de instancias revolucionarias por la dictadura cívico-militar con su bota lustrosa y brillante. Había olvidado este rostro, digo. Y como el olvido también duele, me he saltado de página para no tomar esta lectura antes. Un salto que hoy se repite como borrón. He borrado, sin querer, la primera escritura sobre esta crónica. Y sí, hiere. Sí duele. Al cronista le escuece, pero arrojado como es, atrevido e irreverente como es, suelta su jungla de ruidos para contarnos sobre “Karin Eitel (o “la cosmética de la tortura, por canal 7 y para todo espectador”). La sorna del subtítulo ante el texto visual, se transforma en una invitación a pulsar otra vez esta tecla de la imagen que, en carne viva, muestra a la figura femenina del FPMR, (Frente Patriótico Manuel Rodríguez, 1983) en una grabación dirigida por la C.N.I. Karin fue acusada de participar en el secuestro del comandante Carreño en septiembre del año 1987 y fue detenida en noviembre del mismo año. Torturada y abusada por los agentes ilitares apareció en la pantalla del canal nacional para atemorizarnos, para intimidar a la ciudadanía aterrada ante la bota milica. El cronista quiere detenerse en ese viso. Inicia su entrada a esta escritura ardua comparando los rostros de una mujer en una fotografía y en una imagen visual en una pantalla. Fotografía es a poesía lo que imagen en movimiento es a infierno: “el rostro de una mujer filmado por la televisión supone un movimiento neurótico, una temblorosa imagen inquieta por el pestañeo epiléptico que retoca continuamente la cosmética de su aparición en pantalla». Karin Eitel es el rostro allí, expuesta a todo Chile, violentada otra vez, en su temblorosa cara, embotada por los barbitúricos inyectados por la C.N.I. Desmiente, obligada, la violencia a la que ha sido sometida en esas mazmorras de la dictadura. Desmiente las agresiones como si su rostro no develara su expresión conturbada, como si sus ojos tristes no gritaran el abuso, las golpizas, la tortura. El cronista no dice explícitamente que ella reconoce también su participación en el secuestro de Carreño, que confiesa “el engaño” al que fue llevada por su jefe del FPMR. Al cronista le interesa detenerse en los lugares de tortura donde pudo estar Karin: “Esos cuarteles del horror en las calles Londres o Borgoño. Esas casas de techos altos donde el eco de los gritos reemplazaba la visión tapiada por la venda. Casas antiguas en barrios tradicionales, repartidas por un Santiago destemplado». Y sí, casas que permanecen, casas que son vendidas para no recordar más (“La venda sexy”, por ejemplo), casas que son convertidas al fin en museos, (Londres 38, o Villa Grimaldi, por ejemplo o la Clínica Santa Lucía, casa donde llegaban lxs
prisionerxs para ser evaluadxs médicamente). Suma y sigue. Las casas de Chile. La ciudad de las casas, como dice bellamente Guadalupe Santa Cruz. Y entonces en esta ciudad de las casas de tortura el cronista quiere situar la noche: “la noche-susto, la noche golpe, la noche crimen, la noche metálica de arar el miedo en esas calles espinudas de los ochenta». En este marco, la voz de Karin Eitel repite la letanía del guión preparado por los agentes de seguridad del estado dictatorial, esa escena perversa en la que se vuelve a torturar a la joven mujer, castigada doblemente, por mujer y por sediciosa, transgresora del mandato patriarcal que norma a las mujeres para permanecer fuera de lo público, internadas carcelariamente en lo privado siempre. Pero las feministas sabemos que lo personal es político y que nunca las mujeres estamos fuera de ese campo minado. El cronista quiere volver una y otra vez a esa voz y a ese rostro maquillado para la escena de arrepentimiento, de escarmiento: “En su tono tranquilo, impuesto por los matones que estaban detrás de las cámaras, se traslucía la golpiza, el puño
ciego, el lanzazo en la ingle, la caída y el rasmillón de la cara tapado con polvos Angel Face”. Los “nunca y los jamases” salían de su boca sostenidos por la picana, la corriente en su cuerpo vulnerado, y sus ojos de muñeca tiesa se volvían cada vez más grandes. Dice el cronista: “Como una muñeca sin voluntad, obligada a permanecer con los ojos fijos, maquillados de puta». Porque así nos nombraban, así nombran hoy a las mujeres transgresoras desde una violencia política sexual desatada: perra, maraca, puta marxista. Este delito cometido por el estado terrorista no ha sido tipificado como tal en nuestro país aun, se sigue repitiendo de modo interminable por parte de la policía estatal. El cronista sabe que este suceso podría volver a repetirse, por eso nos cuenta este relato. En estos meses recientes, desde que se inició la revuelta social de octubre del 2019, las denuncias de la ciudadanía y de organizaciones de derechos humanos se han multiplicado al respecto. Si estuviera vivo habría escrito sobre las mujeres y la disidencia sexual vejada. Insiste en los ojos de Karin: “Los ojos tremendamente desorbitados a esa nada, a esa franela, a ese trapo de la venda como cortinaje de luto también abierto a la selva negra de la vejación». Esos más de trescientos ojos que hoy han sido mutilados en las calles de Santiago: la selva negra de la vejación. Se trata de que no veamos, de tener los ojos cegados para no continuar en el impulso de lucha. Entonces, allí otra vez esta crónica tiene pleno sentido: el pasado ilumina el presente de tal modo que ambos estallan juntos. Pedro insiste en ese tono dubitativo que caracteriza su escritura sospechosa porque tal vez seamos pocos los que tenemos memoria de esta imagen, de “la crueldad de alto rating en nuestro pasado”. La posibilidad de lo posible (Ahmed). Por ello esta obsesión memoriosa lo deja atado a nuestros corazones, para vivir y perseverar en ello, para transformarlo todo. Y vuelve otra vez al rostro y a la boca de la muchacha rebelde: “como si escucháramos incansables la declaración de Karin arrepintiéndose a latigazos de su roja militancia, de su copihua y estropeada militancia que temblaba coagulada en el rouge de su boca, en el garabato de payaso que le pusieron por boca, en la costra de corazón dibujada en sus labios por el maquillaje del miedo». Y el “nunca” repetido hasta el cansancio. Para que sirva de escarmiento todo ello: “ese nunca repartido al país en la imagen compuesta, pintarrajeada y vestida de niña buena para negar la rabia, para falsear de cosmética las ojeras violáceas y los hematomas ganados en el callejón oscuro de la inolvidable C.N.I.». El cronista cierra este escrito de modo próximo a la figura de Karin, en su tono ético-político señala que tal vez esta crónica nos permita acercarnos a la vida de esta mujer hoy, luego de que su prisión hasta el año 1991, le impidiera continuar sus estudios de traductora en la Universidad Católica. Triple castigo a las mujeres por actuar políticamente: encarceladas, estigmatizadas como malas mujeres y sin profesión posible para ganarse la vida. No logro entender por qué el cronista intenta disculparse porque su relato no tiene la objetividad deseada para volver a este pasado. ¿Cómo podría tener objetividad esta ardorosa escena? Tal vez influye en él lo poco que sabe de Karin en el presente de su escritura, una mujer olvidada. Menciona el video que Lotty Rosenfeld hizo sobre ella, uno de los escasos trabajos visuales sobre la luchadora. Sugiere que el contexto actual de su escritura, la nefasta transición pactada a la demosgracia de los noventa, al terará su pluma porque: “sigo viendo a Karin temblando en el agua de la pantalla, sumergida cada vez más bajo de la historia, cada vez más nublada por el olvido, moviendo lentamente su boca, en el nunca arrepentido calvario de su guerrillera flor».
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