Es una noche de 1939 y una joven afroamericana de 23 años, novata pero ya reconocida en el oficio de cantante, sube al escenario del club Café Society en Nueva York. Lo que comienza a interpretar es una de las primeras canciones protesta de las que se tenga registro en el mundo entero. La artista es Billie Holiday haciendo una de sus iniciales versiones de “Strange Fruit”.
De vida sumamente compleja, Billie vivió su existencia al igual que una antorcha bañada en querosén; emitió una luz poderosísima, pero así de fuerte, así de rápido, fue consumida. Eleonora Holiday Fagan nace en Filadelfia en 1915 de una madre de 13 años y un padre de 15, guitarrista de la orquesta de Fletcher Henderson. Aunque en su autobiografía dulcifica esta situación, aumentándoles la edad a sus progenitores, lo cierto es que fruto de esta relación esporádica entre dos menores de edad, nace la cantante.
Lady Day -su apodo artístico- habita su condición de afroamericana en el peor periodo de la historia estadounidense para vivirla, cuando la marginación racial era la realidad cotidiana. Sin embargo, el jazz traspasa fronteras y segregaciones en la primera mitad del siglo XX y Billie entra en esa triada fundamental de las cantantes de este alucinante lenguaje musical, junto a Ella Fitzgerald y Sarah Vaughan. Holiday entrega intensidad y desgarro a sus interpretaciones, en oposición al virtuosismo y tono juvenil de Fitzgerald o al eximio dominio vocal de Vaughan −emparentándose por momentos con tesituras operáticas−. Lady Day genera en cambio una atmósfera que aún es posible escuchar en sus grabaciones. Holiday es una experiencia musical cargada de nostalgia y pesar. Claramente sus aflicciones se entremezclaban: dolor de raza, dolor de clase y todo lo que implica ser mujer en medio de la hostilidad circundante.
A pesar de ello, no todo fue lamentarse por una fatalidad atávica, Billie cooperó, a su modo, con los primeros conatos culturales en contra de la discriminación racial. En este punto, señera es la grabación que realizó de “Strange fruit”, la canción compuesta por Abel Merepol −un judío comunista estadounidense− que habla de los extraños frutos que cuelgan en los arboles del Sur de los E.E.U.U. Una referencia apenas si solapada a los linchamientos que se hacían a los afroamericanos y que terminaban con el ahorcamiento público de las personas ejecutadas desde las ramas altas de los árboles. Sabida fue su posición con respecto a ese duro tiempo para su comunidad, existe un comentario ya legendario de su parte: «yo tenía batas blancas y zapatos blancos. Y cada noche me traían gardenias blancas y basura blanca al club», haciendo referencia a los blancos que llegaban a los locales donde ella cantaba. Muchos músicos y varios de sus biógrafos señalan que Billie tenía un carácter extremadamente fuerte y que en público no toleraba ningún tipo de agravio, además de ser proclive a las malas palabras en privado, donde sobresalen con creces dos de sus favoritas: “Mother fucker” (conchetumare) y “Bitch” (perra).
El saxofonista Lester Young fue su amigo por años. Mucho se rumoreó sobre una probable relación entre ella y el músico, que no pasaba de una fraternal camaradería y un complemento perfecto cuando ambos tocaban juntos. Pero la herida vital que acompañaba a la cantante, producto de una infancia en la pobreza, el abuso y la prostitución, además del abandono paterno, se hacía más evidente en cada elección de pareja, en donde la violencia, el alcohol y las drogas eran una bomba de tiempo que dinamitaba cualquier posibilidad de estabilidad emocional. Finalmente, Billie Holiday muere a los 44 años de cirrosis hepática, esposada a su cama de hospital y con un policía de punto fijo, al estar vinculada sentimentalmente a un narcotraficante.
El poeta Amiri Baraka (Leroi Jones) dijo de la artista:
Nadie más perfecto que ella. Nadie más dispuesto a fracasar. […] En cuanto ella dejaba de cantar quedabas librado a tu propio destino. […] Más de lo que he querido decir, ella siempre lo dijo. Más allá de lo que ella nunca sintió, está lo que llamamos fantasía. La emoción está donde quiera que vayas. […] Incluso en la risa, algo distinto al brillo completaba el sonido. Una voz que crecía, desde el instrumento de una cantante hacia una mujer. Y de ahí […], a un paisaje negro de necesidad y, quizás, de deseo sofocado*.
Eso es lo que podemos percibir en uno de sus últimos trabajos con gran orquesta llamado Lady in Satin (1958), su personal canto del cisne. Escuchamos su desgastada voz por los trasnoches, el alcohol, los cigarrillos e incluso la droga. Por momentos suena al filo de lo quebrado y muy al límite de la armonía, casi bordeando el fuera de tono. Pero la emoción y la intensidad que trasmite es desbordada en su precisión. Cada vez que empieza la música Lady Day revive como el fénix, en un vuelo agotado y hermoso. Ella también fue una extraña fruta, una de las gemas más singulares y escasas en el firmamento musical estadounidense. Una rara avis que, 63 años después de su fallecimiento, sigue concitando adeptos y conversos a su religión de belleza y melancolía infinitas.
*Jones, Leroi. Black Music. Free jazz y conciencia negra 1959-1967. Buenos Aires: Caja Negra Editora, 2016.
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