Apenas quedan rastros de los años en que el poeta cubano Ángel Escobar vivió en Santiago. Llegó a Chile en 1991, invitado por la Sociedad de Escritores, y aquí publicó uno de sus libros más importantes, Abuso de confianza, en la desaparecida editorial Kipus[1]. Pero Escobar no llegó únicamente por la literatura: en 1983, había conocido en La Habana a quien sería su futura esposa, la chilena Ana María Jiménez, militante del MIR quien, después de haber estado presa en Villa Grimaldi y Cuatro y Tres Álamos, logró salir al exilio, primero a Francia y luego a Cuba. En 1990, Jiménez volvió a Chile después de catorce años fuera del país, y Escobar la siguió, quedándose hasta 1994, tres años antes de que se lanzara por el balcón de su departamento en El Vedado, terminando con su vida.
La historia de esta pareja se fortaleció por la tragedia. Como observa Lila Calderón[2], Jiménez y Escobar se comprendieron a partir de sus dolores: la experiencia de tortura, pérdida y exilio que cargaba la primera acompañaba los traumas personales que perseguían al segundo, quien creció en un entorno familiar de pobreza y abusos en la provincia oriental de Guantánamo. Pero también los unió la música y el arte. Jiménez, que había estudiado música y sociología en Chile, trabajaba en el área cultural de la Casa Memorial Salvador Allende en La Habana que le permitía vincularse con el mundo artístico, tanto cubano como chileno. Ella recuerda que, en su primer encuentro con Escobar, él le recitó el poema “Relaciones humanas” y ella le cantó “Volver a los 17” de Violeta Parra[3].
La obra de Escobar, que atraviesa la poesía, el teatro y la narrativa, es recordada hoy por su originalidad, llegando a cimas que la ubican entre José Lezama Lima y César Vallejo, con el carácter testimonial de un Esteban Montejo. Y es que Escobar, que lidiaba con problemas de salud mental, fue de alguna manera un cimarrón del fin del siglo XX, buscando siempre liberarse de sus propios demonios y del legado histórico de la esclavitud. Fue en esa huida donde creó una obra alucinante, que clava la cita culta al calor del aliento, de un muslo hinchado, en el arrobo de la fuerza de querer, con la elegancia de un paso de son.
A 50 años del golpe de estado cívico-militar, reproducimos tres poemas de Escobar que dan cuenta de su vínculo íntimo con Chile y la herida que abrió ese infame día en la historia del país. El primero, “Apuntes para una biografía de Helene Zarour”, rinde homenaje a la periodista Helen Zarur, quien estuvo presa en Villa Grimaldi en 1975 con su hija de tres años[4]. Jiménez la conoció ya en Cuatro Álamos, donde compartían celda con varias otras mujeres. Recuerda que Helen Zarur “era la mujer más hermosa y triste que he conocido. Hablaba poco pero cantaba una y otra vez ‘Alfonsina y el mar’ y las lágrimas corrían por su cara. Me preguntó si me sabía la canción y la cantamos juntas”[5]. El paso por estos centros de detención y la separación con su hija llevaron a Zarur a tomar su propia vida en el exilio francés. El poema de Escobar alude a varios episodios de la prisión de Zarur y Jiménez en Villa Grimaldi, como la canción mencionada, la presencia siniestra del Guatón Romo, además de otras intertextualidades con la misma Alfonsina Storni y Gabriela Mistral.
“Un poco de paciencia” es un poema escrito para el hijo de Jiménez y habla de la experiencia del exilio y las desilusiones del retorno. Según Juliet Lynd, el texto reúne imágenes de tres generaciones: el padre de Jiménez –quien también dejó Chile en algún momento–, Jiménez y su hijo[6]. Hay, además, una evidente analogía entre el destierro de la familia Jiménez y la nostalgia que Escobar sentía por Cuba cuando vivía en Chile a comienzos de los 90.
El último poema que compartimos aquí, “Elegía sin rumbo”, es quizás el texto más explícito sobre la pérdida de un ser querido. Se trata en este caso de Manuel Antonio Ríos Izquierdo, hijo de Teresa Izquierdo, amiga de Ana María Jiménez con quien escribió, en formato de epistolario, Antes de perder la memoria, un brillante y desgarrador testimonio de la prisión política y el exilio. El padre de Manuel, Hugo Daniel Ríos Videla, fue arrestado por la DINA en 1975 y hasta hoy es un detenido desaparecido[7]. En 1994, Manuel Izquierdo murió en un accidente, hecho que inspira la elegía de Escobar.
A comienzos del 2023, Teresa Izquierdo falleció. Estos poemas de Escobar, quien nos abandonó hace ya un cuarto de siglo, están escritos desde el dolor y la furia y también desde el amor. Los versos transmiten una cruda sinceridad como pocos poetas han sabido captar. Como reza la dedicatoria de uno de sus libros póstumos, El examen no ha terminado, “Para Anita Jiménez / porque yo sé, buen Machado, / que hoy es siempre todavía”.
Hoy, la poesía de Ángel Escobar, desde su lugar como pareja de una prisionera política y exiliada chilena, desde su lugar como poeta cubano que vivió los primeros años de la vuelta de la democracia en Chile, desde su propia historia de pobreza, marginación social y participación en la sociedad revolucionara cubana, ayuda a reconstruir la memoria de un país que todavía duele.
[1] Guajardo, “El poeta como un espejo: Ángel Escobar en Chile”, p. 101.
[2] “El poeta Ángel Escobar en el soporte audiovisual de la memoria”, pár. 9.
[3] Jiménez e Izquierdo, Antes de perder la memoria, p. 163.
[4] Varias fuentes mencionan la historia de Helen Zarur, incluyendo los trabajos de Gladys Díaz, Javier Maravall Yáguez, Serena Cappellini y el mismo libro de Jiménez e Izquierdo.
[5] Jiménez e Izquierdo, Antes…, p. 75.
[6] Lynd, “Reflections on a Conversation with Ana María Jiménez, Wife of Ángel Escobar”, p. 134.
[7] Jiménez e Izquierdo, Antes…, p. 10.
Apuntes para una biografía de Helene Zarour
Creía en las manos y en la boca, en los eventos
que al espejo remiten al cruzado
antes de que le astillen el cráneo contra el muro.
Creía sólo en el cráneo en el espejo; el muro-
el desconcierto inaugural, el fin, el tizne-
que de un solo chasquido vuelve ininteligibles
los tácitos reflejos bifrontes de obrepticios.
Cristales, no era más que una extensión del ruido.
Nació en el siglo cuyo orden va del ciego ruido
al ruido. (Ay, quién tolera. Ay, qué te identifica.)
En él murió. (Menos le bastaría a Calímaco.)
Murió es error. Porque aún vuelven las tardes a las tardes.
Y ese sutil defecto de mi voz
difiere los augurios. No se ha ido al mar.
Ahora escuchamos una canción en la que el mar
no es él, sino un olvido sudamericano.
Ahora tiene veinte años. Cree en la Osa Mayor
temblando arriba; en un blue jeans, los sábados y Diego;
en Epictecto comentando a Sartre.
Cree en el té y en los cigarrillos furtivos–
entre ellos vio a Milton–; no sabe que no sabe
de las dobles luciérnagas caribes en las rocas,
ni de la triple exaltación del agua occidental
por un falso crepúsculo. Cree creer que oyó
que hubiera sido reina. (La democracia
a cada quien, mordaz, le otorga un vicio.) Coronada–
así reza el holán fino de la leyenda–,
creía en el eudemonismo de la palabra alfanje.
Sin coronar, en diccionarios españoles olvidó
los simultáneos nombres de Dios, y el páramo
y el día en que una muerte y un Zarour concisan
la inextricable escarcha que a toda la extensión victima.
Al dorso: no un sol, el miedo es quien me inclina.
(Mi voz, ni haz, ni envés sólo puede histerizar a Schelling.)
Ahora ya hay un jergón, un sótano con gritos.
Difuminan las mentidas cartografías
del cielo desde el techo las pesadillas y el horror
que el despertar no evita sino más bien provoca.
Chirria un cerrojo ríspido. Sí. Romo
que viene a interrogar. Sí. Pero dónde estarán
las manos y la boca, los eventos
que al resumir el juicio el juicio implora.
Dónde quedó aquel pájaro. Hacia cuáles
rosas sin azar ni causa, innominadas,
reptó el concepto rosa. Y hasta la cifra civil–
los guarismos que hoy escoltan la luz, ya sin festines–
yerra su animal público y serpea ociosa.
Rechinó el fiel: al muro, a la razón al uso, al ruido–
no sé: ya se me olvidan los tiempos en que a las tardes
las enlazaba un verbo no una postrimería–,
al exilio francés, al traste, al mar sin joyas–
mal que le pase a Valéry. O a mí que leí diamant–.
Cumple, instante, el nada más en que se ahogó mañana.
La oyes: cantará una canción que para colmo
no le correspondía. La ves: a qué mayor castigo.
Al pie; a las manos fláccidas; al pecho el agua.
Y canta. El agua. El agua. Y canta. El borboriteo–
Hay otra Elena, otro fue, otro allá, y otro comienzo.
Al sesgo nos miramos las ínclitas cabezas.
Con el gendarme salimos de la celda.
Al paso. Todos en uno. Al paso. Al paso. Al paso.
Al paso tu hominidad también. No hay dispensa,
fisgón, tú, puerco deshollinador de doctrinas.
(de Abuso de confianza, 1992)
Un poco de paciencia
para Juan Carlos Maire
Al hijo de un Jorge, su abuelo por parte
maternal que recorrió todos los mares, todos
los continentes, y ahora recorre la muerte,
ese otro mapa, le dijo que en su país,
un sur donde comulgan la cordillera y el desierto,
el puerto que bien podría ser un verso,
una mujer, y diez o doce y hasta veinte supersticiones,
le dijo—te repito en mi angustia—que allí,
en su país, patria, nación, alma o desamparo,
o fuego, se podía tocar la luna con la mano.
Ahora ese niño está bajo la luna aquella, está
donde no está su abuelo. La lejanía, el frío
ahora le hacen preguntarle a la madre,
de parte de la omisión que aumenta el desconsuelo,
si es que él mentía en el exilio, lejos. Ella, ella
acerca su cara, calla; pero uno ve lo que dice su silencio:
la nostalgia, si no corrige la realidad, la inventa.
(de Cuando salí de La Habana, 1997)
Elegía sin rumbo
Manuel falta.
Por encima de la ausencia de Dios
en mi tristeza, está la de Manuel.
Es un raudal de velocidad y brillo
sobre los adoquines que pesan en el alma.
Digo Manuel y hay un punzón que embiste
el hielo de mi entraña.
Yo no soy un extraño raptor de la melancolía.
Lloro astillado, roto, como puedo
lloro entre el silencio que no da sus dones
y el ruido de los motores de dirección perdida:
escribo Manuel Ríos Izquierdo sobre el agua
y el tiempo, el cielo y el después de este siglo culpable–
me atoro, me atraganto y me callo.
Quién me dará aunque sólo sea un dedal
de consuelo. El auriga sobre el carro de fuego
ahora viene a su moto y se hace azul
de duelo; y duele que nosotros no escuchemos
la música, el destino en que se desbarata
y esplende, y deja en el hondón oscuro de la muerte
su sonrisa de adolescente innato, su hora,
la hora en que los mortales sólo sabemos decir:
falta Manuel, Manuel falta.
(de El examen no ha terminado, 1997)
Obras citadas
Calderón, Lila. “El poeta Ángel Escobar en el soporte audiovisual de la memoria”. Deriva del Maule 6 (2018): s/p. Recurso digital recuperado de: http://letras.mysite.com/lcal181118.html
Cappellini, Serena. Voces que resisten: el testimonio chileno de la dictadura escrito por ex presas políticas. Universtà degli Studi di Milano. Tesis de Doctorado, 2019.
Díaz, Gladys. “El periodismo chileno en tiempos de Allende: Aquellos días de hace 30 años”. Discurso en el acto del Colegio de Periodistas, 8 de sept, 2003. CEME – Centro de Estudios Miguel Enríquez – Archivo Chile. http://www.archivochile.com/Experiencias/exp_popu/EXPpopulares0029.pdf
Escobar, Ángel. Poesía Completa. La Habana: Ediciones Unión, 2006.
Guajardo, Ernesto. “El poeta como un espejo: Ángel Escobar en Chile”. VV.AA. Colectivo Literario La Cópula. Déjame ser tu Orilla. Homenaje a Ángel Escobar. Santiago de Chile: Ediciones La Cópula, 1999. 102-118.
Jiménez, Ana María y Teresa Izquierdo. Antes de perder la memoria. Santiago: Cuatro Propio, 2015.
Lynd, Juliet. “Reflections on a Conversation with Ana María Jiménez, Wife of Ángel Escobar”. Sirena: poetry, art and criticism 2 (2010): 126-136.
Maravall Yáguez, Javier. “Mujeres en movimiento: las prisioneras políticas bajo la dictadura militar chilena (1973-1990)”. Cuadernos de género 3 (2008): 241-273.
“Teresa Izquierdo Hunneus ya no está con nosotros”. Villa Grimaldi. Corporación Parque por la Paz. Web. 25 de abril de 2023. https://villagrimaldi.cl/noticias/teresa-izquierdo-hunneus-ya-no-esta-con-nosotros/
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