La gastronomía de un pueblo –dicen– es parte fundamental de su cultura, esencia que constituye identidad nacional y reserva de la relación entre una sociedad y su visión ecológica; costumbre o tradición que es objeto de turismo y que pocas veces es situada en su estrecho vínculo con la política, con el hambre de los latinoamericanos.
Una sopa de zapallo puede ser todo eso y más.
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Para los haitianos que aún viven en la isla caribeña y para los miles que fueron expulsados por el mundo, el comienzo de un nuevo año calendario es la más digna de sus efemérides y un encuentro obligado con su historia. Con la actual crisis política en mente, una sopa de zapallo les recuerda que el primer día de enero de 1804 por primera y única vez la clase dominante se vio derrotada por sus antepasados esclavos, quienes celebraron su triunfo compartiendo el plato prohibido para su casta y que por años sirvieron a colonos franceses.
Quiero dimensionar el peso de esa historia, por eso me reúno con Emmanuel Cimeus, joven periodista haitiano de 30 años que vive hace ocho en Chile. «Fueron más de dos siglos de esclavitud. No sé si uno puede entender qué significa eso», responde. «Por eso la independencia haitiana es muy violenta», me dice mientras sus amigos y esposa conversan dentro de la casa en Lo Espejo y su hijo Rommanuel, al que llama «Toussaint», pinta el mono por mi presencia. «Es porque representa admiración», explica mientras su hijo revolotea.
El 18 de noviembre de 1803, Jean–Jacques Dessalines lideró a las milicias compuestas por pueblo cimarrón que derrotó al hasta ese momento invencible ejército de Napoleón. La Batalla de Vertière fue el enfrentamiento culmine de dos años de lucha desigual contra la Francia revolucionaria, luego que un movimiento rebelde –comandado por Toussaint Bréda, luego llamado Toussaint L’Ouverture, «El iniciador»– consiguiera que hombres casi desarmados enfrentaran al gigante europeo. Aún así, para Emmanuel, el héroe patrio más querido es Dessalines; «Murió porque pedía un sistema de repartición de tierras para el pueblo», y porque «ni Francia ni la comunidad internacional quisieron reconocer la victoria de los haitianos», reclama.
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El 2 de enero Haití celebra el Día de los Ancestros, en homenaje no sólo a los «padres de la patria» y a los muertos en el campo de batalla; «es una fiesta para recordar a los que no eran libres», aclara Lyné Françoise, estudiante de trabajo social al que conozco hace un tiempo y con el que tengo más confianza para profundizar en esta historia que vincula una sopa de zapallo con la idea de libertad. «Cuando llegué acá, todavía hay chilenos que no sabían que hay un país que se llama Haití. La mayoría sabía por el terremoto. Pero no saben que Haití es un país que participó en la independencia de América Latina», dice Lyné, mientras su suegra –de visita hasta febrero– nos sirve crémasse, trago típico de las festividades de fin de año (su cola de mono, podríamos decir).
La puerta está abierta, sólo una reja metálica nos separa de la calle. Pasa el camión del gas, una camioneta de telefonía y detrás dos soldados. «Se fueron los sapos culiaos», grita una mujer mayor que vive justo frente a la casa inserta en la población Los Nogales.
«Después de la independencia de Haití viene la de Venezuela y ahí Simón Bolívar fue a una ciudad que se llama Jacmel a pedir a Pétion su apoyo. Pétion entrega armas, perros, caballos, oro y después cuando Simón Bolívar ganó la independencia, preguntó a Pétion que podemos entregar de vuelta, y dijo, la única cosa es ayudar a otros países a tener su independencia. La mayoría de los chilenos no saben eso, no saben que Haití es un pionero en la independencia de los países de América Latina», insiste Lyné, con un Jack Daniels en la mano. No sabe cuánto vale, es un regalo que recibió para su matrimonio, pocos días atrás.
Lyné y Nadeige aún no tienen hijos, se casaron el 26 de diciembre pasado en la Iglesia Bautista, en la población José María Caro (Pedro Aguirre Cerda), frente a un paradero de la 125 y a un almacén–locutorio administrado por haitianos. «Va a ser difícil, porque cualquier haitiano al llegar acá es para trabajar y con el trabajo no tienes tiempo para enseñar a sus hijos la historia de Haití», recalca Lyné. El 1 de enero, agrega, los haitianos no sólo toman la sopa de zapallo, también salen a la calle con su mejor vestimenta y saludan a todos los vecinos de la manzana, de su población. Eso sí, reconoce que es una tradición que sostienen más en Thomassique, su pueblo, cercano a la frontera con República Dominicana, más en el campo en general, «donde la gente es más humilde», dice. Pregunto si podría hacer lo mismo en su cuadra. «No se da. Tenemos una cultura totalmente distinta», cree Lyné.
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Bonyu.
Bonjour.
Cómo ça va mesié.
Très bien, merci.
Trevian, orvuá.
«Con tanto haitiano en Santiago hay que aprender francés», me dice un viejo peoneta luego de saludar amistosamente a Setwel Donaivil, al menos eso logré entender de su nombre, no porque el amigo hablara español con dificultad, sino por mi ignorancia absoluta del créole y el francés. Intentamos conversar mientras su hijo Betton juega con las verduras tiradas en una calle interior de Lo Valledor.
El hombre, en apariencia joven, me cuenta que el 11 de marzo cumple cinco años en Chile y hace tres trabaja en la construcción. Calculo que viajó dos meses después del terremoto que dejó en el suelo Puerto Príncipe -la capital- y sus alrededores, tragedia que evidenció las condiciones precarias de vida en Haití y que impulsó a muchos jóvenes a buscar dignidad en países del cono sur, no sin antes probar suerte en las embajadas de Estados Unidos, Canadá o Francia.
Intento conversar con otros haitianos. Recibo el desprecio de las mujeres a las que me acerco con todo el respeto posible. Lo entiendo. «Llevo tres meses en Chile» me dice un hombre adulto. Insisto con otra pregunta y replica: «Yo no puedo decir nada a usted porque todavía no camino».
Según la última encuesta oficial (que ya no vale la pena mencionar), más de 6 mil haitianos viven en Chile. La mayoría comparten vida cotidiana con la clase trabajadora de la periferia de Santiago. Cada tanto la televisión muestra con orgullo y culpa a los haitianos que cargan productos en Lo Valledor, pero son mucho más que eso, son parte fundamental del principal centro de distribución de alimentos de Santiago, además lugar de compras para todos los «negros» que día a día cruzan la pasarela a Cerrillos y los que viven en el eje General Velásquez.
Pregunto a Setwel, de 51 años, que si está atento a lo que sucede en Haití. Me muestra su celular donde tiene programadas más de diez radios que escucha todos los días. «Haití tiene un problema politique. Todavía mal, no hay mucha pega, igual que aquí. Vida aquí es más cara. Acá tienen problemas de casa», reflexiona.
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«Hay una radio que siempre escucho los días sábado, y una vez mandé un mensaje: ‘Estoy escuchando la radio de Santiago de Chile’. Me saludaron y dijeron ‘hay una comunidad que empieza a crecer allá'». «Todavía a veces me complica para salir la palabra. Eso pasa porque siempre estoy escuchando las noticias de Haití», cuenta Lyné, y me informa de los últimos sucesos. Las autoridades electorales de Haití decidieron posponer la segunda vuelta de la elección presidencial con que reemplazarán al actual Presidente Michel Martelly, programada inicialmente para el 27 de diciembre recién pasado. Martelly, ex músico antes conocido como «Sweet Micky», creó una comisión investigadora ante la presión internacional.
Para explicar la crisis política, ejemplifica con vergüenza que en primera vuelta hubo 54 candidatos a la presidencia. Resignado ante la falta de unidad, dice: «En Haití las personas no saben cuál es de izquierda y de la derecha, porque la izquierda hizo cosas de la derecha, la privatización de los bienes públicos». Pregunto si conoce la historia de Chile y me cuenta que junto a sus compañeros de universidad visitó el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. «Ahí entendí la historia, es casi similar al gobierno de Jean Claude Duvalier y Françoise Duvalier». Para Lyné, Estados Unidos intervino y sacó a Baby doc. «Lo que es un poco diferente es el plebiscito, eso no tuvimos allá», compara. Ahora yo me avergüenzo.
«Siempre hay crisis en Haití. En nuestra pobreza Estados Unidos hace su cosa», dice recordando los acontecidos gobiernos de Jean-Bertrand Aristide. En la última revuelta armada de 2004, Aristide tuvo que escapar y exiliarse. La Comunidad de Países del Caribe (Caricom) acusó a Estados Unidos, a Francia y a la comunidad internacional de permitir un golpe de Estado contra un presidente elegido democráticamente. En respuesta, la diplomacia creó la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización en Haití (Minustah), la primera fuerza del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas integrada por militares y civiles latinoamericanos.
Desde hace doce años, Chile tiene un importante contingente de militares en la isla. Hace uno, el entonces ministro de Defensa, Jorge Burgos, pasó el año nuevo en Haití. Cada marzo los parlamentarios chilenos deciden extender la ocupación. «No hacen nada allá, sólo ganan su plata tranquilos. La intervención de la Minustah podría reducir el volumen de la pobreza, pero ahora es peor Haití, y sobre todo la corrupción», dice Lyné. «Es teatro», coincide Emmanuel. «Ellos vinieron por una crisis, pero ¿12 años de urgencia? No puede ser», enfatiza. «En la playa, los fines de semana, hay puros militares», agrega, y recuerdo haber escuchado de otro haitiano que a la misión de paz la llaman «La Turistah».
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«Es una tradición. Ese día todo el mundo, en todas las casas de Haití están con su sopa de zapallo. Tiene hartos ingredientes que sirven para la caña», me cuenta Widner Darelin, joven haitiano que junto a su hermano, y el primo de un primo, tienen el grupo New Vision C. Con mezclas de kompa y reguetón se han presentado en distintos espacios de la comuna, eventos a beneficio de vecinos, actividades escolares, tocatas organizadas por la municipalidad y otras de su autogestión. Con mucho esfuerzo, el 19 de diciembre presentaron su primer disco, grabado en el estudio que habilitaron en su casa en Quilicura.
Widner llegó en 2007, vivió un tiempo en Venezuela y regresó. «Me siento bien en Chile, hay cosas que no me gustan, pero es normal». «No vas a encontrar gente simpática por todos lados», comenta. Pregunto si hay un carrete similar al año nuevo en Haití. «El 18 de septiembre es algo parecido, pero acá con más reglas. No tan libre. Es una fiesta linda, pero no tan fiesta como allá. Por todos lados hay grupos en vivo, hay gente celebrando. Los más famosos de Haití están en todos lados, por allá por acá, eventos para toda la gente. Acá hacen una fonda y listo», dice.
Como la gastronomía, la música es para los haitianos un elemento diferenciador de su cultura, un ritmo propio, criollo y popular que genera mercado. Hay mucha admiración por distintos artistas. Reconozco a Wyclef Jean, miembro de The Fugees, no mucho más. Para celebrar este año nuevo, una productora trajo a Gazzman Couleur, uno de los famosos de Haití, me cuenta Widner.
Me intriga cómo escribe letras en español, sospecho que debe ser difícil. «Es complicado cuando un idioma no es tuyo. Yo creo que la música que te da dirección, te da fuerza, muchas cosas que uno no cree que tiene. Con ganas, con voluntad, con pasión, no se hace tan complicado», dice Widner. Pregunto si le interesa la canción política. «Yo tenía una canción en la que explicaba cómo me sentí con una novia, porque cuando llegué no sabía hablar español y que ella no hablaba mi idioma, pero de social y política todavía no, pero yo creo que hay que hacerlo».
Pregunto si el 1 de enero debe llamar a su familia. «Yo hablo con mi gente todos los días, pero ese día es especial. Es algo que sí o sí hay que hacer», enfatiza. Sobre la tradición de tomar la sopa de zapallo, responde: «Se va perdiendo. No todos los haitianos que están en Chile van a seguir con eso. Yo he escuchado a algunos que dicen, no me he conseguido esto y esto, hay algunos que no tienen dónde».
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«Si uno busca por internet, Chile tiene una cara muy bonita, una cara de Las Condes, de Vitacura. Es sorpresa para los haitianos cuando vienen a vivir a La Victoria, a Santa Adriana, a Quilicura, a Lo Espejo. Eso me pasó también, pensé que era un país más desarrollado, con muchas más oportunidades, más facilidad de ganar la vida», dice Emmanuel. La tiene clara. «Cuando uno viene y se va a vivir a una población, al tiro va a entender que aquí es difícil, va a entender al tiro la diferencia entre las clases», «aunque también hay haitianos que están viviendo en Las Condes», se apura en acotar. Vive con su esposa, es padre del pequeño Toussaint de cuatro años, una pequeña de un año. Trabaja en capacitación laboral para un colegio especial y estudia por las noches. Muchos amigos y amigas han vuelto, me cuenta. «A veces uno se siente con dolor de cabeza, con estrés. Santiago es estresante. El metro, el ritmo de vida, es demasiado complicado. Para adaptarse se requiere no solamente un esfuerzo mental o moral, también un esfuerzo físico», dice, y profundiza con un diagnóstico lapidario sobre la comunidad en Chile:
«Lamentablemente el individualismo impregna la relación social. La gente casi no saluda […] Por los niños de pronto se acercan, pero no para conocerte, la gente es tan fría». «Allá es diferente, el hijo del vecino es como el hijo de uno. Por ejemplo, la vecina puede salir y decir ‘no voy a estar por favor cuida’. Hay un respeto por los niños, por los abuelitos», compara. De nuevo coincide con un hecho que relata Lyné: «Un hombre en mi pega tenía que operarse. Yo pregunté a uno de sus compañeros, ¿no fue a visitar a la persona? Me dijo ‘no, es compañero de trabajo nada más. En Chile no tenemos la cultura de visitar a las personas’. No sé si es verdad. Es un poco raro, es un compañero de trabajo».
Además de estudiar, Lyné trabaja en la municipalidad de Huechuraba, y su misión es facilitar el acceso a la salud por parte de la población migrante. «Hay que atenderlos a todos. Mi trabajo es buscar y orientarlos a qué consultorio debe ir, dónde conviene, inscribirlos en los centros, aunque no tengan RUT o con carta de abandono», explica. «Estamos muy lejos de nuestro país, idioma diferente, cultura diferente. La mayoría pensaron que iban a encontrar trabajo al tiro. Todo eso afecta a la salud de la persona».
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Emmanuel es secretario general de la Organización Sociocultural de Haitianos en Chile (Oschec), en cuya representación participa del Movimiento de Acción Migrante (MAM), plataforma de colectivos y agrupaciones que demandan una ley de migraciones que trate dignamente a los extranjeros en Chile, especialmente a los latinoamericanos. «Para resolver esa crisis necesitamos una conciencia social. No solamente de parte de los haitianos, también de la comunidad internacional», dice Emmanuel.
Mientras conversamos, y me engullo una sabrosa sopa de zapallo, recuerdo que hace un tiempo me hablaron de una frase de difícil traducción que podría ser interesante como título de esta crónica. Pregunto qué quiere decir Kembe fem pa lage. «Es como resiste o no te rindas». Luego de divagar llegamos a algo, para él, más preciso. «Mantenerse firme o mantenernos firmes». Puede ser en segunda o tercera persona, me explica. Me sirve como título, pienso. «Son palabras que personas ocupan para calmar al pueblo, porque si uno va a hacer un análisis bien profundo para qué. Es populismo, que no tiene nada de sentido en la miseria, en la pobreza del pueblo», aclara.
Aún me sirve, supongo.
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[Portada] Wilson Bigaud, Scène de mariage
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