A Luis Rivano lo conocí los últimos días de junio del 2006, lo recuerdo bien. El encuentro fue fortuito y se debió en realidad a imprecisiones, a una alegre y espectacular falta de tino. Recuerdo perfectamente que en ese momento estaba al acecho de cualquier libro de Rivano que se me apareciera, y también recuerdo que esperaba con especial interés encontrarme en algún momento con El rectángulo de Brueghel. El nombre me causaba una gracia ingenua y una fascinación un poco absurda; no tenía la menor idea qué podía encontrar en las páginas de Rivano sobre Brueghel, pero en un mundo en que la perfección tiene forma de esferas y triángulos, un humilde rectángulo parecía prometedor. El nombre además era notable por su simpleza; probablemente El dodecaedro de Brueghel o El icosaedro de Brueghel no habrían causado quizás en nadie el mismo interés. Pero quién sabe. No encontré a Brueghel ni a Rivano pero di por azar genealógico, alcances onomásticos y, claro está, ansiedad, con Tirar a matar. Rápidamente entendí que cualquiera puede escribir como escribe Rivano, pero sólo Rivano lo escribe. Unos meses después caí en cuenta que los Brueghel también eran más de uno.
“Publiqué Tirar a matar. Ahí quedé helado. No pasó nada nuevamente y yo estoy dispuesto a defender mi libro número seis contra cualquiera. Después de Tirar a matar empecé a inquietarme. ¡Qué crestas pasaba! Por qué no tenía el éxito que creía merecer. Empecé a sacar mis cuentas con cuidado. No quería caer en injusticias.”
Para los días de Tirar a matar Rivano ya había publicado Esto no es el paraíso y El apuntamiento, dos novelas que editorial Zig–Zag se había negado publicar tras consultar por la comodidad (o incomodidad) de Carabineros de Chile por algunos pasajes que Rivano no estimó necesario suprimir. No sé cuándo tocó el éxito a la puerta de Rivano, y tampoco sé si lo que Rivano entendía por éxito en 1971 es lo que hoy damos a entender por éxito (quizás, y sólo a modo de hipótesis, que Roberto Placilla, “matón a sueldo y distribuidor de drogas heroicas”, leyera Hijo de ladrón suponía para Rivano el éxito de Rojas; quizás que la historia que Pedro Ivanovic escribiría sobre el Reyno de Chile aparezca en algún pasaje de alguna novela de alguien como Rivano; pero esa es otra historia).
Por pura casualidad genética y contingencia geopolítica diríamos chileno, croata, yugoslavo, esloveno, ucraniano y cosaco ruteno; austrohúngaro de pura convicción. Pedro Ivanovic creció en el paradero 27 de la Gran Avenida, en La Cisterna, pero se formó en la frontera occidental, imaginaria en cualquier caso, heredada, de un imperio que los Habsburgo verían derrumbarse tras las embestidas del siglo XX y de los Balcanes. Estudiante dos veces, de niño y de adolescente, periodista, jardinero, terrorista: profesiones y oficios, claro está –a excepción de la jardinería– bastante afines. Probablemente no podría haber sido de otra manera, sobrevivir aún imaginariamente a los Balcanes implica una exhaustiva propensión a la búsqueda de coherencias.
Las genealogías del Ivanovic de Rivano son tan diversas como las nuestras. Eslavo, su gesto en poco –o más bien nada– se emparenta con el disparo de Gavrilo Princip, pero recuerda sin matices intermedios el gesto de Breton: “justamente porque no hubo muertos ni nada de eso, yo me sentía un fracasado. El lugar lo había escogido con mucho cuidado. Era un típico edificio de los años cincuenta de once pisos […] subí por el ascensor hasta el último piso […] desde ahí podía elegir muy bien el blanco. La tarde que caí detenido yo estaba tendido sobre el pavimento de la terraza, preparando y apuntando con mi Máuser, en dirección oblicua, hacia el paradero de buses […] a esa hora, las siete de la tarde de un día viernes, la aglomeración era grande.” Cuánto se pudiera disparar contra la multitud no era una cantidad aleatoria para Ivanovic como para Breton. Cincuenta tiros, cincuenta muertos, ni uno más y ni uno menos. Pero nos estamos adelantando.
Tras su fracaso, Pedro Ivanovic es acogido judicialmente por Nevenka (croata) por dinero, por convicción paneslava y yugoslava, y por respeto al estado de derecho, en ese orden, sin confusiones. Aparecer como un loco, le decía Nevenka a Ivanovic, urdirás tus días en un manicomio. Los tres psiquiatras que evalúan a Ivanovic tienen más en común –a momentos, por cierto– con Dario Fo que con Kafka. Sentado frente a psiquiatras más o menos desinteresados y que más o menos ya han resuelto el decurso que tomarían sus evaluaciones, Pedro Ivanovic relata sus recuerdos y sus convicciones deteniéndose y profundizando aquí o allá en los momentos que los psiquiatras parecen identificar como hitos irreprochables de legitimación científica. La locura, cómo no, se dice en pocas palabras. La ausencia de amistades infantiles, adolescentes y adultas anticipan para los psiquiatras una disociación de Ivanovic con la realidad que la irrelevancia de presencias femeninas confirma rápidamente. “Lo principal”, insiste Nevenka, “es no dar la impresión de ser raro. Mucho menos de ser un loco”. La obsesión de Ivanovic con su abuelo, con la monarquía y con la historia bélica incomodan a los psiquiatras a pesar de su coherencia: “La búsqueda de la verdad”, concluía Ivanovic en una introspección que recuerda quizás con demasiada transparencia la posición de Ignatius Reilly en un lejano Nueva Orleans, “no será nunca tarea fácil. Bajaba y bajaba páginas llenas de información tratando de cerrar el círculo que había dejado abierto mi abuelo. Leyendo y estudiando me olvidaba de que era un simple obrero a jornal, como le gustaba autoproclamarse mi maestro, el viejo jardinero Lucho Zenteno. No, leyendo y estudiando en mi pequeño escritorio sentía lo mismo que si mi pieza fuera la fría celda y yo el escolástico que meditaba sumergido en plena sociedad medieval”, cual Boecio.
Ivanovic, como Ignatius Reilly, registra sus reflexiones en cuadernos que espera ordenar y eventualmente publicar. Ahí están sus conceptualizaciones, siempre coherentes, de la vida, la juventud, la muerte, las matanzas y los holocaustos; el poder, la monarquía y la democracia: “En mis clases en el colegio primero, después en la universidad y en todas partes, escuchaba las virtudes del sistema democrático, pero yo siempre tenía mis dudas. Si todos los sistemas se desarrollan perfeccionándose, es lógico que en algún momento lleguen a su punto más alto. De ser así, por ley, debería iniciarse entonces el proceso de desgaste. Por esa razón no existe lo perfecto. Una vez escribí en mi cuaderno de anotaciones: «Lo perfecto empieza a perderse en el mismo momento en que se alcanza»”. Como en el Nueva Orleans de J.K.T., en el Santiago de Rivano la idiotez aparece como una forma de ternura: “Cierta vez, orgulloso, le mostré al profesor González, mi cuaderno donde llevaba la contabilidad de mis lecturas […] Incluía en él, a medida que iba conociéndolos, los nombres de todos los personajes importantes que vivieron bajo el reinado de Francisco José. El primero de la lista era Freud, lo seguía Kafka, Johann Strauss, Stefan Zweig y así muchos otros”, sin tiempo para respiros continúa Ivanovic, “Gogol, Dostoievski, Tolstoi y Chejov escribieron bajo el despotismo brutal de los zares, ¿no es cierto? ¿Dónde están los genios que escribieron en la Rusia del camarada Stalin, el paraíso de los obreros, que seguramente usted admira?”. González, cauto, insiste en que si las experiencias traumáticas muchas veces han sido fuente de creatividad artística, no significa que la experiencia traumática como principio sea preferible. Sensatez. Ivanovic, pura ternura: “Preferí sacudir la cabeza y hacerme el tonto y seguir con la imagen de mis abuelos, bailando en la casa del viejo croata, alrededor de la pista improvisada tan felices y maravillados, girando y danzando como si estuvieran haciéndolo en alguno de los lujosos salones de la Viena imperial de los Habsburgo”. La ternura, sin embargo, no es sinónimo de incoherencia. Coherencia tampoco es sinónimo de sensatez.
“Escribiría un libro para demostrar que el sistema democrático está obsoleto, podrido, y que ya no resiste más. Por lo tanto, en nuestro país se hace imprescindible sustituirlo […] Me atrincheraría en un lugar que ya tenía elegido y desde el cual yo podía dominar un paradero del Transantiago. Y con mi Máuser alemán y mi excelente mira telescópica hechiza, me dedicaría a matar una a una a las personas que se amontonan todas las tardes a esperar el bus, hasta completar cincuenta muertos. Por supuesto iría preso. Y como aquí no hay pena de muerte, en la cárcel escribiría tranquilamente, sin apuro, con todo el tiempo del mundo a mi favor, en ensayo que contuviera todas mis reflexiones, todas mis ideas […] Todo el mundo querría saber qué es lo que pasa en la cabeza de un loco que, porque sí y ante sí, decide darle el bajo a cincuenta inocentes. ¿No creen que sobrarían los interesados por comprar y leer un libro escrito por semejante cretino?”, ¿lo primero?, “Chile debe recuperar el nombre que tenía hasta el año 1810”. Y tendría sentido, un buen día y a propósito de un puente inconcluso, algunos chilotes pensaron que sería una buena idea marchar bajo la bandera de la corona española –otra cosa habría sido la republicana, intenté convencerme entonces–, era el año 2006 y Nelson Águila, alcalde desde 1996, desfiló orgulloso frente al Chacao. La verdad, nunca me han gustado las águilas, de ningún tipo. Sí me gustan las franjas».
En principio la idea de Ivanovic tiene sentido. Nadie podría dudar del éxito de tal espectáculo publicitario. Pero no creo que Pedro Ivanovic, terrorista sea una novela sobre el sentido o sobre la búsqueda de sentidos que llevaran a Ivanovic a proponer incluso el retorno de los descendientes de Orélie Antoine de Tounens, que “sería un golpe periodístico a nivel mundial. Se armaría una polémica tremenda que arrastraría un terremoto publicitario”. ¿Y el gesto que impulsaría la transformación de una realidad que ha llegado a los límites de su desarrollo y comienza su vertiginoso camino en descenso?: “no pude presionar el gatillo”. Pedro Ivanovic, terrorista es una novela sobre el vacío. No ese vacío existencial, ontológico o metafísico según se prefiera, sino un vacío algo más torpe. Una impostura que sólo se alimenta a sí misma; una impostura en la que, ya se dijera, todos los gatos son pardos; una impostura dirigida por un entusiasmo singular en que la realidad comienza… aus der Pistole. Vacío y olor a pólvora seca, incólume. Salud, Rivano.
Pedro Ivanovic, terrorista
Luis Rivano
Alfaguara, 2015
Narrativa, 156 págs
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