Traducción de Angelo Narváez
El año es 1790, el lugar: un puesto de avanzada en el río Paraguay regido desde lejos por Buenos Aires. Don Diego de Zama ha estado aquí por catorce meses sirviendo en la administración española, alejado de su esposa e hijos. Nostálgicamente, Zama recuerda los días en que era corregidor de un distrito propio que podía gobernar:
¡El doctor don Diego de Zama!… El enérgico, el ejecutivo, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada. Zama, el que dominó la rebelión indígena sin gasto de sangre española, ganó honores del monarca y respeto de los vencidos.
Ahora, bajo un nuevo y centralizado sistema de gobierno pensado para afianzar el control de España sobre sus colonias, los corregidores deben ser españoles de nacimiento. Zama sirve como segundo al mando del gobernador español: como un criollo, un americano nacido en el Nuevo Mundo, no puede aspirar a nada más. Está en los mediados de sus treinta años y su carrera parece estancarse. Ha solicitado una transferencia; sueña con una carta del Virrey que lo lleve a Buenos Aires, pero ésta no llega nunca.
Paseando por las dársenas nota un cuerpo flotando en el agua, el cuerpo de un mono que se ha atrevido a dejar la selva y arrojarse al río. Sin embargo, e incluso estando muerto, el mono se encuentra atrapado entre los pilares del muelle, imposibilitado de escapar río abajo. ¿Será un presagio?
Además de su sueño de retornar a la civilización, Zama sueña con una mujer que no es su esposa (aunque la ama), alguien joven y hermosa nacida en Europa que lo salve no sólo de su estado actual de privación sexual y aislamiento social, sino también de una condición existencial aún más compleja de comprender: envejecer sin saber para qué. Intenta proyectar su sueño en varias jóvenes mujeres que observa por las calles, pero con un éxito despreciable.
En sus fantasías eróticas, su amante tiene un modo de hacerle el amor que nunca ha experimentado, delicado, un modo únicamente europeo. ¿Por qué? Porque en Europa, donde no existe este endemoniado calor, las mujeres están limpias y nunca sudan. Sin embargo, aquí está solo, “en un país que infinidad de francesas y de rusas, que infinidad de personas en el mundo jamás oyeron mentar”. Para estas personas, los europeos, las personas reales, América no es real. Incluso para él América carece de realidad, un territorio sin carácter en cuya bastedad está perdido.
Sus colegas lo invitan a unírseles para visitar un burdel. Los rechaza. Sólo tiene relaciones con mujeres blancas y españolas, explica en primera instancia.
Del pequeño grupo de mujeres blancas y españolas posibles, Zama elige como potencial amante a la esposa de un prominente terrateniente. Luciana no es bella –su rostro le recuerda un caballo–, pero tiene una figura atractiva (la ha espiado mientras se baña desnuda). Zama la reclama “con nervios, gusto y una tremenda vacilación”, pero sin saber cómo seducir a una mujer casada. Y, en efecto, Luciana demuestra que no es fácil de convencer. En su campaña por convencerla, ella está siempre un paso adelante.
Como alternativa a Luciana encuentra a Rita, la hija española del terrateniente. Pero antes de llegar a cualquier punto con ella, su actual amante, un vicioso matón, la humilla groseramente en público. Rita le suplica a Zama que la vengue, pero aunque el rol del vengador le atrae, Zama no encuentra razones para enfrentar a su formidable rival (el autor de Zama, Antonio De Benedetto, le ofrece un muy claro sueño freudiano para explicar su miedo a los hombres poderosos).
Habiendo fracasado con las mujeres españolas, Zama debe volcarse sobre las mujeres del pueblo. Generalmente se aleja de las mulatas “para no soñar con ellas, y predisponerme y venir en derrota”. La derrota a la que se refiere es por cierto la masturbación; pero, más significativamente, implica descender en la escala social, confirmando el cliché metropolitano de acuerdo al cual los criollos y las razas mezcladas se pertenecen.
Una mulata le da una mirada provocadora y él la sigue hacia el lado más oscuro del pueblo, donde es atacado por una jauría de perros. Dispersa a los perros con su estoque, entonces “fanfarrón y dominante” (su lenguaje), posee a la mujer. Se ofende: “Aquel episodio excedía el derecho de enamorarme. En el amor del enamoramiento hay un requisito de encanto ideal”. Luego, reflexionando sobre el hecho que los perros son las únicas criaturas cuya sangre ha derramado su espada, se dice a sí mismo “mataperros”.
Zama es un personaje quisquilloso. Tiene un grado en Letras y le incomoda cuando los locales no son suficientemente respetuosos. Sospecha que la gente se burla de él tras sus espaldas, que se preparan conspiraciones para humillarlo. Sus relaciones con las mujeres –que ocupan gran parte de la novela– se caracterizan de una parte por su tosquedad, y de otra, por su timidez. Es superficial, desmañado, narcisista y mórbidamente suspicaz: es propenso a los arranques de lujuria, a los ataques de violencia, y además está dotado de una infinita capacidad para engañarse a sí mismo.
Pero es también autor de sí mismo, en un doble sentido. Primero, porque todo lo que escucha sobre sí proviene de su propia boca, incluyendo epítetos tan derogatorios como “fanfarrón” y “mataperros”, lo que sugiere una cierta auto-conciencia irónica. Segundo, porque sus acciones cotidianas están dirigidas por impresiones de su inconsciente, o al menos de su yo interno, sobre el que no hace ningún esfuerzo por establecer un control consciente. El placer narcisista de sí mismo incluye el placer de nunca saber qué hará después y ser libre para inventarse mientras avanza.
Por otra parte –como él mismo reconoce a momentos– la indiferencia por sus motivos más profundos quizás produzca sus fracasos: “Era algo mayor la causa de mi anegante desazón, ignoro qué, algo así como una poderosa negación, imperceptible, aunque superior a cualquier rebeldía, a cualquier aplicación de mis fuerzas” quizás esté dictando su destino. Es la falta de inhibición auto-cultivada lo que lo lleva a arrojarse, sin mediar provocaciones, con su cuchillo sobre el único colega que tiene una buena impresión de él y, luego, a sentarse mientras el joven asume la responsabilidad y pierde su trabajo.
La actitud incuriosa y en efecto inmoral de Zama hacia sus propios impulsos violentos llevó a los primeros lectores a compararlo con Meursault de El extranjero de Albert Camus (el existencialismo estaba en boga en Argentina en los años 50’, cuando Zama se publicó). Sin embargo, la comparación no es de gran ayuda. Aunque lleva un estoque, el arma que prefiere Zama es el cuchillo. El cuchillo lo traiciona como americano, al igual que su falta de cortesía como seductor y (como luego hará ver Di Benedetto) también su inmadurez moral. Zama es un hijo de su tiempo, los turbulentos años de 1790, que justifica su promiscuidad invocando los derechos de los hombres –especialmente el derecho al sexo (o, como él mismo prefiere decirlo, a “enamorarse”). La configuración histórica y cultural es América Latina, no Francia (o Argelia).
Antonio Di Benedetto junto a Jorge Luis Borges
Más importante que Camus como influencia es Jorge Luis Borges, el contemporáneo mayor de Di Benedetto y la figura dominante del escenario intelectual argentino en sus días. En 1951, Borges dio un discurso bastante influyente, El escritor argentino y la tradición, en el que atendiendo a la pregunta sobre si Argentina debía desarrollar una tradición literaria propia, respondió con despreció sobre el nacionalismo literario: “¿Cuál es la tradición argentina?… nuestra tradición es toda la cultura occidental… nuestro patrimonio es el universo”.
Las fricciones entre Buenos Aires y las Provincias del interior han sido una constante en la historia argentina que se remonta a los tiempos coloniales: Buenos Aires como puerta abierta al mundo defendiendo el cosmopolitismo, mientras las Provincias adherían a los valores antiguos y nativistas. Borges fue esencialmente un hombre de Buenos Aires, mientras que las simpatías de Di Benedetto yacen con las Provincias: elige vivir y trabajar en Mendoza, la ciudad donde nace el lejano oeste argentino.
Aunque sus simpatías regionales eran profundas, el joven Di Benedetto se impacientaba por la mirada estrecha de quienes estaban a cargo de las instituciones culturales en las Provincias, la llamada Generación de 1925. El mismo se sumergió en los maestros modernos –Freud, Joyce, Faulkner, los existencialistas franceses– y se involucró profesionalmente con el cine como crítico y redactor de guiones (la Mendoza de post-guerra era un centro considerable de cultura cinematográfica). Sus dos primeros libros, Mundo animal (1953) y El pentágono (1955), son resueltamente modernistas, sin ningún colorante regional. Su deuda con Kafka es particularmente evidente en Mundo animal, donde desenfoca la distinción entre hombre y animal acorde a las líneas del Informe para una Academia y de las Investigaciones de un perro.
Zama toma directamente el problema de la tradición y el carácter argentino: qué son y qué deberían ser. Toma como tópico la escisión entre la costa y el interior, entre los valores europeos y los americanos. Ingenua y, en algún grado patéticamente, su héroe ansía una Europa inalcanzable. Sin embargo, Di Benedetto no usa la cómica hispanofilia de su héroe para sostener un caso a favor de los valores regionales y de los medios literarios asociados al regionalismo, al modo de la antigua novela realista. El puerto donde acontece Zama es apenas descrito; casi no tenemos idea sobre cómo la gente se viste o en qué se ocupan; el lenguaje del libro a momentos evoca, hasta el punto de la parodia, la novela sentimental siglo XIX: pero, aún más, evoca el teatro del absurdo del siglo XX (Di Benedetto admiraba a Eugène Ionesco, y a Luigi Pirandello antes que él). Incluso cuando Zama satiriza las aspiraciones cosmopolitas, lo hace de un modo cosmopolita y modernista.
Ahora, la relación de Di Benedetto con Borges fue más profunda y compleja que una mera crítica del universalismo y una sospecha de la política patricia (Borges decía de sí mismo ser un spenceriano anarquista, lo que significaba que desdeñaba al Estado en todas sus expresiones; mientras Di Benedetto se entendía a sí mismo como socialista). Por cierto, Borges reconoció perfectamente el talento de Di Benedetto y, de hecho, tras la publicación de Zama, lo invitó a la capital para ofrecer una lectura en la Biblioteca Nacional, de la cual era director.
En 1940, junto a dos colegas asociados a la revista Sur (Silvia Ocampo y Adolfo Bioy Casares), Borges editó la Antología de literatura fantástica, un trabajo que tuvo una notable influencia en la literatura latinoamericana. En su prefacio, los editores argumentaron que lejos de ser un subgénero irrelevante, la fantasía encarnaba un modo antiguo, pre-literario, de ver el mundo. La fantasía no era sólo intelectualmente respetable, sino que también tenía una tradición precursora entre los escritores latinoamericanos, y que era ella misma parte de una tradición mundial mayor. La propia ficción de Borges aparecería bajo el signo de lo fantástico; lo fantástico, desplegado en los temas característicos de la literatura regional, junto a las innovaciones narrativas que William Faulkner añadió, daría vida al realismo mágico de Gabriel García Márquez.
La revalorización de lo fantástico abogada por Borges y por los escritores en torno a Sur, fue indispensable para el desarrollo de Di Benedetto. Según aseguró en una entrevista poco antes de morir, la fantasía, junto a las herramientas entregadas por el psicoanálisis, le abrieron nuevas realidades para explorar como escritor. En la segunda parte de Zama, lo fantástico pasa a primer plano.
La historia se retoma en 1974. La colonia tiene un nuevo gobernador. Zama logra tener una mujer (una viuda española sin recursos) para satisfacer sus necesidades físicas, aunque no vive con ella. Ella le ha dado un hijo, un niño enfermizo que pasa sus días jugando en la tierra. Sus relaciones con Zama carecen completamente de ternura. Ella “se dejaba tener” sólo cuando trae dinero.
Un funcionario de la administración llamado Manuel Fernández es descubierto mientras escribe un libro en sus horas de trabajo. El gobernador se disgusta con Fernández y le exige a Zama encontrar un pretexto para despedirlo. Zama reacciona con una irritación que no dirige hacia el gobernador sino hacia el desamparado joven idealista, el “hombrecillo escritor de libros”, perdido en las lejanías del Imperio.
Fernández le confidencia inocentemente a Zama que escribe porque la escritura le da un sentido de libertad, y ya que el censor difícilmente permitiría su publicación, enterrará el manuscrito en una caja para que lo rescaten los nietos de sus nietos, “entonces será distinto”.
Zama ha adquirido deudas que no logra solventar. Por pura amabilidad, Fernández se ofrece para ayudar a la irregular familia de Zama: de hecho, se ofrece a casarse con la desamada viuda y a darle su apellido al niño. Zama responde con una suspicacia característica: ¿y si todo es un complot para hacerlo sentirse endeudado?
Sin dinero, Zama se vuelve un inquilino en la casa de un hombre de apellido Soledo. En la casa de Ignacio Soledo hay una mujer que sólo se deja ver fugazmente y de quien en algún punto se dice (por los sirvientes) que es la hija de Soledo y, en otro momento, que es su esposa. Hay también otra mujer misteriosa, una vecina que se sienta en su ventana a observar cuidadosamente a Zama cada vez que pasa. Casi toda la Parte II se concentra en los intentos de Zama por resolver el enigma de estas mujeres: ¿Hay dos mujeres o sólo una, que se cambia rápidamente de ropa? ¿Quién es la mujer de la ventana? ¿Está toda la farsa orquestada por Soledo para burlarse de él? ¿Cómo puede acceder sexualmente a las mujeres?
Al comienzo Zama toma la farsa como un desafío a su ingenuidad. Hay páginas donde, con un empujoncito del traductor al inglés, Zama suena como uno de los héroes de intelecto puro de Samuel Beckett, hilando una hipótesis compleja tras otra para explicar por qué el mundo es como es. Sin embargo, la búsqueda de Zama crece gradualmente hasta volverse más urgente y, en efecto, afiebrada. La mujer de la ventana se revela a sí misma: es físicamente poco atractiva y carece de juventud. Casi ebrio, Zama se siente libre para arrojarla al suelo y “[tomarla] con vehemencia”, es decir, violarla. Luego, cuando ha terminado, demanda dinero. Está de vuelta en un terreno físico familiar: de una parte, tiene una mujer de quien puede prescindir pero que está sexualmente disponible y, de otra, una mujer (o quizás dos) que en su/sus “encanto(s) temible(s)” puede/en continuar siendo el inaccesible (o quizás inexistente) objeto de su deseo.
Zama tardó un largo tiempo en gestarse, pero se escribió con apuro. La prisa de su composición se muestra claramente en la Parte II, donde la topografía casi onírica de la residencia de Ignacio Soledo es tan confusa para el lector como lo es para Zama, pasando de habitación en habitación cada vez más oscuras buscando comprender qué hay detrás. Confuso, pero fascinante: Di Benedetto se desprende de la lógica narrativa y deja que el espíritu lleve a su héroe donde desee.
Hay un golpe en la puerta. Es un niño descalzo y harapiento, un mensajero misterioso que ya había aparecido en la vida de Zama, y que volverá a aparecer. Detrás del niño, como si fuera un cuadro, “tres caballos a la estampida” parecen pisotear hasta la muerte a una pequeña niña.
Volvía a mi habitación como recogiendo tinieblas y ya con la facultad –podía creerse- de verme desde afuera. Pude verme convertido gradualmente en figura de duelo, por adhesión de las sombras, pelusa de murciélago, en el curso de mi camino. Al pisar la recámara supe que todo eso podía desaparecer. Podía desaparecer conmigo. Iba a darme con algo, con alguien, y yo comprendí que estaba en trance de elegirlo o elegir su muerte.
Una presencia femenina pasa como un soplo. Zama levanta una vela hacia el rostro del ser: ¡es ella! Pero, ¿quién es ella? Sus sentidos tambalean, una niebla parece invadir la habitación. Vuelve torpemente a la cama y luego despierta para encontrar a la mujer de la ventana observándolo con “un afecto compasivo, una piedad amorosa y sacrificada, en los ojos. Todo muy definido, sin reservas, sin misterio”. Ella observa con amargura cómo Zama está esclavizado por los encantos de “aquella otra figura entrevista”, y le ofrece una homilía sobre los peligros de la fantasía.
Levantándose finalmente de la cama, Zama decide que todo el episodio de “cosechar la oscuridad” debía explicarse –convincentemente– como el producto de una fiebre. Vuelve sobre las oscuras regiones hacia las que lo han guiado las alucinaciones, vacila en su titubeante auto-exploración y reintroduce la dicotomía entre fantasía (fiebre) y realidad en la que estuvo en el proceso de desmoronarse.
Para comprender qué está en juego en este momento necesitamos volcar nuestra atención sobre Kafka, el escritor que más contribuyó a dar forma al arte de Di Benedetto, tanto directa como indirectamente a través de Borges. Como parte de su proyecto de re-habilitación de lo fantástico como un género literario, Borges hizo publicar a mediados de 1930 una serie de artículos sobre Kafka en los que distinguía entre sueños –que característicamente yacen abiertos a la interpretación–, y las pesadillas de Kafka (la extensa pesadilla de Josef K. en El proceso es el mejor ejemplo) –que nos llega en un lenguaje indescifrable. El único horror de la pesadilla kafkiana, dice Borges, es que sabemos (al menos en un sentido de la palabra “saber”) que lo que estamos sobrellevando no es real; sin embargo, en el nudo del proceso alucinatorio (el juicio), estamos incapacitados para escapar.
Al final de la Parte II, Zama es un personaje que en relación con una fantasía histórica rechaza, por parecerle insignificante, la irreal fantasía alucinatoria que ha experimentado. Sus prejuicios en favor de lo real continúan reteniendo su auto-conocimiento.
Después de una brecha de cinco años, la historia regresa. Los esfuerzos de Zama por asegurar una transferencia han fracasado; sus aventuras amorosas parecen ser cosas del pasado.
Un contingente de soldados es enviado para buscar por las tierras salvajes a Vicuña Porto, un bandido de estatus místico –nadie está realmente seguro de su aspecto–, a quien se le culpa por todos los males de la colonia.
Zama recuerda a Vicuña Porto, del tiempo que pasó como corregidor, como alguien que fomentaba la rebelión entre los indios. A pesar de que las tropas deben ser guiadas por el imbécil e incompetente Capitán Parrilla, Zama se les une esperando que un triunfo espectacular produzca avances en su causa.
Una noche oscura un soldado no descrito saca a Zama del camino. Es Vicuña Porto enmascarado como uno de los hombres de Parrilla cazándose así a sí mismo. Le confiesa a Zama que desea dejar el bandidaje y reincorporarse a la sociedad.
¿Debe Zama traicionar la confianza de Porto? El código de honor dice que no; pero la libertad de no obedecer código alguno, de seguir los impulsos y pervertirse, dice que sí. Entonces Zama decide denunciar a Porto ante Parrilla y de inmediato se siente “recónditamente limpio”.
Parrilla arresta sin miramientos a Zama y a Porto. Con las manos atadas y el rostro hinchado por las picaduras, Zama ve cómo es guiado de regreso al pueblo: “Para las gentes, tan derrotado, repugnante y ruin Vicuña Porto, el bandido, como Zama, su encubridor”. Sin embargo, los bandidos invierten el juego. Asesinan fríamente a Parrilla e invitan a Zama a unirse al grupo. Zama se rehúsa y entonces Porto le corta los dedos y lo abandona mutilado en medio de la nada.
En este momento de desesperación, la salvación, aparece bajo la forma de un niño cojo que ha asechado a Zama por una década: “Comprendí que era yo, el de antes, que no había nacido de nuevo, cuando pude hablar con mi propia voz, recuperada, y le dije a través de una sonrisa de padre: -No has crecido… A su vez, con irreductible tristeza, él me dijo: -Tú tampoco”.
Así culmina la tercera parte de Zama, con una lección algo facilista que su héroe-narrador nos invita a formular: buscarse a sí mismo, como Vicuña Porto pretende hacer, se parece bastante a la búsqueda de la libertad, “que no está allá, sino en cada cual”. Lo que realmente debemos buscar ya está ahí: somos nosotros mismos antes de perder la inocencia natural.
Habiendo visto en las partes I y II a un Zama perdido, mal conducido por sueños banales y confundido por la lujuria, en la parte III encontramos que aún se puede recuperar al buen Zama. El último acto de Zama antes de perder sus dedos es escribir una carta a su infinitamente paciente esposa, la sella en una botella y la arroja al río. “Marta, no he naufragado… Pensé que aquel mensaje no estaba destinado a Marta ni a persona alguna exterior. Lo había escrito para mí”, confiesa Zama.
El sueño de recuperar el Edén, de comenzar de nuevo, animó la conquista europea del Nuevo Mundo desde los tiempos de Colón. En el caso de la nación independiente de Argentina, que nace en 1816, esto decantó en olas tras olas de inmigrantes en búsqueda de una utopía que resultaba no existir. No es fortuito que la esperanza frustrada sea uno de los grandes temas subterráneos de la literatura argentina. Como Zama en el puerto perdido, el inmigrante se encuentra arrojado en un lugar en absoluto idílico desde el cual ya no hay escapatoria obvia. Zama es un libro dedicado “a las víctimas de la espera”.
Antonio Di Benedetto
Las aventuras de Zama en el territorio indígena salvaje están relatadas en un estilo rápido y asociativo que Di Benedetto aprendió escribiendo guiones. Algunos de sus críticos le han otorgado un gran peso a la parte III. A la luz de ésta, Zama se lee como la historia de un americano que se desprende de los mitos del Viejo Mundo y se compromete a sí mismo ya no a un Edén imaginario, sino al Nuevo Mundo en toda su increíble realidad. Esta lectura se sostiene en el rico soporte textual que ofrece Di Benedetto: flora y fauna exóticas, depósitos mineros fabulosos, comidas desconocidas, las tribus salvajes y sus cosas. Es como la primera vez que Zama abre sus ojos ante la plenitud del continente. Que todo este conocimiento no le haya llegado a Di Benedetto por experiencias personales –nunca puso un pie en Paraguay–, sino a través de libros, y entre ellos una biografía de Miguel Gregorio de Zamalloa, nacido en 1753, corregidor durante la rebelión de Túpac Amaru –el último monarca inca– es una ironía que no debe complicarnos.
Antonio Di Benedetto nació en 1922 en una familia de clase media. En 1945 abandonó sus estudios en Derecho para incorporarse a Los Andes, el periódico más prestigioso de Mendoza. Eventualmente se convertiría en editor para todos los propósitos, aunque no nominalmente. Los dueños del periódico dictaban una línea conservadora, que Di Benedetto sentía como una restricción. Hasta su arresto en 1976 –por violar esa restricción– se pensó a sí mismo como un periodista profesional que escribía ficciones en su tiempo libre.
Zama (1956) fue su primera novela extensa y tuvo una recepción crítica aceptable. Nada extraño en un país que se veía a sí mismo como un espacio aislado de la cultura europea que intentó suplir la lejanía con los parentescos europeos. Se identificó al autor como el primer existencialista latinoamericano, luego como un nouveau romancier latinoamericano. Durante los años 60’ la novela se tradujo a varios idiomas europeos, aunque no al inglés. En Argentina, Zama ha permanecido como un clásico de culto.
La contribución del propio Di Benedetto a este debate radicó en mostrar que si su ficción, especialmente en sus cuentos, podría parecer negra a veces, carecer de comentarios, como si estuviera grabada por un lente cinematográfico, quizás no se debía a una imitación de la práctica de Alain Robbe-Grillet, sino a que ambos estaban activamente involucrados con el cine.
A Zama le siguieron dos novelas más y varias colecciones de ficciones breves. El más interesante de estos trabajos es El silenciero, la historia de un hombre (nunca nombrado) que intenta escribir un libro pero que no logra escucharse a sí mismo pensar por el ruido de la ciudad. Su obsesión con el ruido lo consume, eventualmente volviéndolo loco.
Publicado en 1964, la novela fue revisada profusamente en 1975 para dar a las reflexiones sobre el ruido una profundidad más filosófica (Schopenhauer aparece aquí prominentemente), y para prevenir cualquier lectura simplista o sociológica. En su edición revisada, el ruido adquiere una dimensión metafísica: el protagonista se ve atrapado en la búsqueda irrealizable del silencio primordial que precede al lógos divino que trajo el mundo al ser.
El silenciero va más allá que Zama en el uso de la lógica asociativa de sueños y fantasías como conducción narrativa. Tanto como una novela de ideas que incluye ideas sobre cómo se puede escribir una novela, como también en su recorrido místico, El silenciero muy probablemente estableció la dirección que Di Benedetto habría seguido como escritor: escribir historias no intervenidas.
El 24 de marzo de 1976, los militares tomaron el poder en Argentina en colusión con el gobierno civil y para el gusto de un segmento de la población cansada de la violencia política y del caos social. Los generales pusieron de inmediato en efecto su plan maestro o “Proceso de Reorganización Nacional”. El General Ibérico Saint-Jean, ahora gobernador de Buenos Aires, dijo algo que se podría haber sostenido en El proceso de Kafka: “Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores… a sus simpatizantes, en seguida… a aquellos que permanecen indiferentes, y finalmente mataremos a los tímidos”.
Entre los muchos llamados subversivos detenidos el primer día del golpe estaba Di Benedetto. Luego sostendría (como Josef K) no saber por qué había sido detenido, pero es claro que fue en represalia por sus actividades como editor de Los Andes, donde autorizó la publicación de reportes sobre las actividades de las brigadas de derecha. (Después de su arresto, los propietarios del periódico no tardaron en lavarse las manos).
La detención comenzaba rutinariamente con un ataque de “interrogación táctica”, un eufemismo para la tortura, pensada para extraer información pero también para aclarar al detenido que él o ella han entrado a un mundo nuevo con reglas nuevas. En muchos casos, escribe Eduardo Duhalde, el trauma de la primera tortura, reforzada al tener que ver o escuchar la tortura de otro prisionero, marca al prisionero para toda su vida. El instrumento de tortura preferido era el de la picana eléctrica, que provocaba agudas convulsiones. Efectos posteriores del golpe eléctrico iban de un intenso dolor muscular y parálisis, al daño neurológico expresado en arritmia, jaquecas crónicas y pérdida de memoria 1.
Di Benedetto pasó dieciocho meses en prisión, especialmente en la famosa Unidad Penal n° 9 de La Plata. Su liberación se produjo después de peticiones levantadas al régimen por Heinrich Böll, Ernesto Sábato y Jorge Luis Borges, respaldados por PEN Internacional. Al poco tiempo salió al exilio.
Un amigo que se lo encontró después de su liberación se preocupó por cómo había envejecido: su cabello había encanecido, sus manos temblaban, su voz vacilaba y caminaba arrastrando los pies. Aunque Di Benedetto nunca escribió directamente sobre su experiencia carcelaria –prefirió practicar lo que llamó una terapia del olvido–, entrevistas de prensa aluden a soplos viciosos en la cabeza (“Desde ese día mi capacidad para pensar se ha visto afectada”); una sesión con la picana eléctrica (un golpe tan intenso que sintió como si sus órganos internos fueran a colapsar); una ejecución ficticia ante un pelotón de fusilamiento mientras tenía en mente “¿y si me disparan en el rostro?”. Otros prisioneros, casi todos más jóvenes que él, recuerdan que Di Benedetto parecía desconcertado por el brutal régimen carcelario, intentando darle sentido a los ataques aleatorios que recibía de los guardias, cuando la esencia de estos ataques era que debían ser impredecibles –como una pesadilla kafkiana– y carecer de sentido.
El exilio llevó a Di Benedetto a Francia, Alemania y, eventualmente, a España, donde se reunió con miles de otros refugiados de América Latina. Aunque tenía un contrato para una columna semanal en un periódico de Buenos Aires, y de gozar de una residencia en la Colonia MacDowell de New Hampshire, Di Benedetto recuerda su exilio como el tiempo en que vivió como un mendigo, afligido por la vergüenza cada vez que se miraba al espejo.
En 1984, después del establecimiento de un gobierno civil, Di Benedetto regresó a Argentina listo para ver en él una encarnación de los deseos de la nación por expurgarse a sí misma de su pasado reciente y para comenzar nuevamente. Pero ese era un rol para el que estaba muy vejo, muy golpeado y amargado. La energía creativa que la prisión y el exilio le arrebataron era irrecuperable: “comenzó a morir… el día de su arresto”, dijo un amigo español. “Siguió muriendo aquí en España, y cuando decide regresar a su propio país fue para buscar un final más o menos decente”. Sus últimos años se vieron estropeados por las recriminaciones. Habiendo sido bien recibido, según dijo, luego fue abandonado a una pobreza mayor que en España. Murió en 1986 a los sesenta y tres años.
Durante su exilio en España, Di Benedetto publicó dos colecciones de ficciones breves, Absurdos (1978), y Cuentos del exilio (1983). Algunas de las piezas de Absurdos fueron escritas en prisión y rescatadas por contrabando. Los temas recurrentes de estas últimas historias son la culpa y el castigo: usualmente el auto-castigo, y a menudo por transgresiones que uno no logra recordar. La más conocida, una pieza maestra por derecho propio, es “Aballay” –llevada al cine en 2011: la historia de un gaucho que decide pagar por sus pecados a la manera del santo cristiano Simeón el Estilita. No habiendo columnas de mármol en la pampa, Aballay se ve forzado a realizar su penitencia a caballo, sin desmontar.
Estas historias tristes tardías, a menudo desgarradoras, que no tienen más de diez páginas de extensión –imágenes, recuerdos rotos–, muestran que la experiencia del exilio de Di Benedetto no significó solo una ausencia forzada de su patria sino una sentencia profundamente internalizada que de algún modo se ha pronunciado sobre él, una expulsión del mundo real hacia una vida espectral.
Sombras, nada más… (1985), su último trabajo, puede verse caritativamente como el rastro de una experiencia inconclusa. Encontrar el camino a través de Sombras no es una tarea fácil. Los narradores y los personajes se confunden unos con otros, como los sueños y la representación de la realidad; el trabajo es un intento tenaz, pero falla al localizar su propia raison d’être. Un símbolo de su fracaso estriba en que Di Benedetto se sintió comprometido a entregar una llave que explicara cómo pensó el libro y a ofrecer una guía de lectura.
Zama termina con su héroe mutilado, incapaz de escribir, esperando la llegada del hombre que un siglo y medio después contará su historia. Como Miguel Fernández enterrando su manuscrito, Di Benedetto –en un breve testamento escrito poco antes de su muerte– afirmó que sus libros fueron escritos para generaciones futuras. Cuán profético sea este modesto alarde sólo el tiempo lo dirá.
Zama sigue siendo el libro más atractivo de Di Benedetto, quizás sólo por la loca energía del mismo Zama, transmitida vívidamente en la traducción inglesa de Esther Allen. Archipelago Books anunció para 2017 una selección de las ficciones breves de Di Benedetto (sus Cuentos completos tienen más de setecientas páginas), traducida por Adrian West y Martina Broner. Es de esperar que pronto alguna editorial se haga cargo de El silenciero.
__________
[Portada] Fotograma de la película Zama de Lucrecia Martel.
Este texto se publicó originalmente bajo el título de “A Great Writer We Should Know”, en la edición del 19 de enero del año 2017 del The New York Review of Books. J. M. Coetzee escribió este texto a fines del 2016 con ocasión de la publicación de la traducción inglesa de Zama preparada por Esther Allen y publicada por la NYRB Classics. Ofrecemos esta traducción con ocasión de la proyección de Zama de Lucrecia Martel en Chile en mayo del año 2018.
Perfil del autor/a: