“Bajo el pavimento, las playas”, dice una de las consignas más conocidas de la revuelta francesa de mayo. En un año de conmemoración de la rebeldía de 1968, el foco ha privilegiado las imágenes ya canonizadas del estudiantado parisino combatiendo con la policía, los autos quemados, la ocupación de edificios con frases de radicalismo utópico. De forma nada inusual para la esfera mediática, quedan fuera del relato la fuerte participación de trabajadores dentro de la oleada de primavera septentrional. Y, más lejos del centro aún, las manifestaciones en las orillas de la Europa convulsa. Olvidamos, así, que en otras latitudes el pavimento había cedido ya el lugar a la playa, en parte porque el subdesarrollo se había encargado de restringir la presencia del asfalto y porque ciertas desobediencias tuvieron la virtud de continuar con porfía.
I.
Los primeros días de enero de 1968 comenzaron a reunirse en Cuba cientos de intelectuales de las más disímiles ocupaciones, procedencias geográficas y corrientes políticas. El motivo era el Congreso Cultural de La Habana (CCH), “reunión de intelectuales de todo el mundo sobre problemas de Asia, África y América Latina” cuyo eje fue el “colonialismo y neocolonialismo en el desarrollo cultural de los pueblos”. Fue una convocatoria amplia capaz de aglutinar a nombres como el etnólogo francés Michel Leiris, la periodista italiana Rossana Rosanda, el escritor martiniqués Aimé Césaire, los ingleses de la New Left Review Robin Blackburn y Perry Anderson, la editora mexicana Neus Espresate (de ediciones Era) y su colega Arnaldo Orfila Raynal (a la cabeza de Siglo XXI), Margaret Randall (editora de El Corno Emplumado/The Plumed Horn y radicada en México), militantes del Vietcong, un joven Ricardo Piglia y unos no-tan-jóvenes CLR James y David Alfaro Siqueiros, además de los latinoamericanos que integraban la banda de los “sospechosos de siempre”, como Julio Cortázar, René Depestre y Mario Benedetti. Un contingente de 470 delegados y cerca de 100 periodistas de países de todo el mundo se concentró entre el 4 y el 12 de enero en el sector de La Rampa de la capital cubana, repartidos entre el Habana Libre y el Hotel Nacional, aunque en caso alguno confinados a los límites del Vedado.
El CCH fue una iniciativa que tuvo su origen en las deliberaciones del comité de colaboración de Casa de las Américas, compuesto por cubanos y latinoamericanos amigos de la revista dedicada a romper el bloqueo en el campo de la cultura. Tras varias modificaciones en su caracterización, logística, temarios y luego de un seminario preparatorio realizado entre los propios cubanos, el congreso convocó a narradores, poetas, sociólogos, etnólogos, artistas plásticos, físicos, médicos, educadores, críticos culturales, economistas, filósofos, biólogos, deportistas, mayoritariamente del Tercer Mundo, pero con participación notoria de países europeos, de Estados Unidos y del bloque socialista. Divididos en cinco comisiones, dedicaron sus días en el Caribe al análisis de temas como la cultura y la independencia nacional, la formación humana integral, la responsabilidad de los intelectuales, los medios masivos de comunicación y los problemas de la creación y la investigación científica. A su alrededor se desplegaba la parafernalia ya usual para los eventos internacionales en La Habana, pues el CCH se sumaba a la Conferencia Tricontinental (1966), el congreso de la Organización Latinoamericana de la Solidaridad y el Salón de Mayo (1967). Así, los delegados eran acompañados por los universitarios habaneros en condición de guías, traductores, intérpretes o acompañantes de quienes visitaban la isla por primera vez, una suerte de lazarillos revolucionarios.
Si destaco estos hechos es para señalar que, en el borde inicial de 1968, Cuba se instaló como el epicentro de la deliberación y el debate entre la intelectualidad de izquierda comprometida con las luchas del Tercer Mundo. En un foro como el CCH pudieron darse cita e intercambiar perspectivas bajo las condiciones de una sociedad movilizada por un proyecto de socialismo que se percibía —y que era, en efecto— distinto de las alternativas disponibles en el concierto geopolítico global. La euforia que hoy consideramos característica del 68 como acontecimiento político no fue inventada en los pasillos de la Sorbona, sino que circulaba con anterioridad entre las palmas de Cuba. Sólo mirar la escala del CCH obliga a replantear la centralidad de París o de Berlín en un año que se encontraba definido para sus coetáneos por el conflicto entre agresión imperialista y liberación nacional 1.
Así lo define uno de los documentos más difundidos del congreso, el Llamamiento de La Habana. En él se expresan los lineamientos políticos generales para pensar la participación de los intelectuales en un contexto que se leía desde la inminencia, la crisis y la galvanización de las alternativas políticas.
El imperialismo intenta hacer prevalecer, mediante las técnicas más variadas de adoctrinamiento, el conformismo social y la pasividad política; al mismo tiempo, un esfuerzo sistemático tiende a movilizar a los técnicos, hombres de ciencia e intelectuales en general, al servicio de los intereses y los objetivos capitalistas y neocolonialistas […] El interés fundamental, el imperioso deber de los intelectuales exigen de éstos que resistan y respondan sin vacilar a dicha agresión: se trata de apoyar las luchas de liberación nacional, de emancipación social y descolonización cultural de todos los pueblos de Asia, África y América Latina, y la lucha contra el imperialismo, en su centro mismo, sostenida por un número cada día creciente de ciudadanos negros y blancos de los Estados Unidos. Se trata, para los intelectuales, de participar en el combate político contra las fuerzas conservadoras retrógradas y racistas, de desmitificar su ideología, de afrontar las estructuras que la sustentan y los intereses a que sirve 2.
El Llamamiento combina la tonalidad decisiva de los manifiestos con el lenguaje de su tiempo, a la vez que ofrece orientaciones a un espectro amplio de actores de la esfera de la cultura. Ahí se interpela a quienes residen en el Tercer Mundo y en el Primero; a los que se desempeñan en ámbitos artísticos o en la producción científica; a quienes les interesa combatir desde las trincheras de ideas o en las trincheras de piedra. Como texto programático, se trata de una ocasión excepcional de posicionamiento desde la izquierda no-sectaria, enmarcado con claridad en el ámbito emergente del liberacionismo, pero sin exclusiones de orden dogmático.
II.
Quizá esta multiplicidad de posiciones capaces de alojarse en el CCH haya sido una de las causas del olvido que lo aquejó. Dice Graziella Pogolotti: “Por la heterogeneidad de tendencias y de perfiles profesionales, el Congreso dejó poca miga y muchas anécdotas. Faltaba el debate en las salas de reunión, casi siempre medio vacías, pues los visitantes, una vez leídas sus ponencias, optaban por recorrer la ciudad. Por las noches, las conversaciones se prolongaban hasta el infinito” 3. El tiempo de la Cuba revolucionaria era capaz de dilatarse y contraerse para quienes experimentaban los cambios en su condición de visitas temporales o como ciudadanos de la revolución.
La extensión infinita de las conversaciones de enero contrasta con la sucesión precipitada de acontecimientos que vinieron después: el llamado caso de la microfracción (un conflicto al interior del Partido Comunista de Cuba a propósito de las iniciativas de sectores proclives a una relación más estrecha con la URSS); la “ofensiva revolucionaria” (un programa de reformas económicas que virtualmente eliminó las iniciativas privadas y contrajo la distribución de bienes de uso diario que los cubanos obtenían en el comercio minorista); el apoyo “matizado” de Fidel a la invasión soviética de Checoslovaquia; los conflictos suscitados por los premios literarios de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) a fines de año.
El último de estos hitos ha sido tomado como uno de los puntos de inflexión en las complicidades entre el mundo de la cultura y la Revolución cubana. Dicho en breve, se trata de los efectos que produjo la premiación del poemario Fuera del juego, de Heberto Padilla, y de la obra Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat. Ambos textos fueron reconocidos por los jurados respectivos y luego publicados por la UNEAC con notas de advertencia que señalaban sus aspectos contrarrevolucionarios —o, en el mejor de los casos, objetables, por problemáticos o ambiguos—.
El hecho fue recogido fuera de Cuba como una señal de censura y evidencia del inevitable giro represivo que toda revolución socialista esconde a los intelectuales, incautos adeptos de la transformación social. Esas fueron, claro, las palabras de los apparatchiks del anticomunismo, el guion prefabricado ante las acciones autoritarias —a veces desacierto, a veces línea política— de la dirigencia socialista. Otros sectores, sobre todo los latinoamericanos que habían estado hace poco en la isla, reaccionaron de modo menos tajante, pero no sin preocupación. Unos años después, en 1971, se producirá un nuevo acto en el drama cultura-revolución, involucrando otra vez a Padilla y con la capacidad de provocar el llamado quiebre entre la intelectualidad internacional y Cuba. Pero esa madeja, con toda la complejidad que requiere, amerita su tratamiento aparte.
III.
“Están ustedes escuchando CNTA Radio Cordón de La Habana. ¿Sabes tú lo que es un umbráculo?”. Con igual intensidad que las olas en el Malecón, las ondas de radio impregnan la atmósfera habanera durante 1968. Se encuentran en pleno desarrollo los trabajos agrícolas que prepararán la zafra de 1971, fijada con una meta de diez millones de toneladas de azúcar como garantía de la independencia económica que haría posible, para Cuba, el camino socialista por fuera de las líneas elaboradas en Moscú.
Pero no es sólo la zafra lo que moviliza a las brigadas de trabajo en el campo (voluntario, en su mayoría) de estudiantes secundarios, empleados fiscales, jóvenes en el servicio militar o de los cubanos comunes y corrientes. Al azúcar le contrapuntean las plantaciones de café que se ensayan alrededor de La Habana, en el Cordón homónimo que sería la base de una economía cafetalera capaz de cubrir las necesidades del país y generar excedentes para la exportación. Se trata de uno de los varios empeños marcados por la voluntad de Fidel, aun en medio de las dudas expresadas por los equipos técnicos cubanos y extranjeros respecto de la viabilidad de cultivar esa variedad de café en un territorio como La Habana.
Uno de los documentos más ricos del experimento del Cordón de La Habana —fallido, se podrá anticipar— es Coffea Arabiga de Nicolás Guillén Landrián. Se trata de un filme hecho al alero del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) cuyo principal objeto es el proyecto cafetalero. La reflexión sobre el trabajo agrícola abre con una declamación de Nicolás Guillén (tío del realizador), y continúa con un montaje que combina material de archivo sobre los orígenes del café, juegos con gráfica, grabaciones de faenas en el campo, fiestas populares afrocubanas, escenas de combate y una secuencia que muestra a Fidel caminando entre las masas al ritmo de “The Fool on the Hill”, de los Beatles. Súmese a la descripción, como si fuese necesario agregar todavía más elementos a esta composición heterogénea, una entrevista sobre el Cordón de La Habana a una mujer que contesta en una lengua al parecer eslava.
La vocación por los procedimientos vanguardistas —el uso de archivos, el collage, los cortes abruptos o el documentalismo que entra y sale de la diégesis— era moneda común entre los cineastas del ICAIC, como Santiago Álvarez. Por lo mismo, Coffea Arabiga se inserta dentro de un universo de imágenes revolucionarias que exploran nuevos territorios para pensar los desafíos de la construcción socialista. Sin embargo, el fracaso del Cordón de La Habana tentó las lecturas más dogmáticas y suspicaces del filme. Aspectos como la desigualdad racial en la sociedad cubana, los vínculos incómodos con el bloque socialista y las dimensiones no-racionales de la utopía política parecían desajustar las expectativas de la producción audiovisual del momento.
1968: año de radicalidad a la vez esparcida por el mundo y apelotonada en las coyunturas de voluntarismos tan frecuentes en Cuba durante la década revolucionaria. No resulta casual que haya sido el momento en que se estrenó la película que, hasta hoy, sintetiza las contradicciones culturales de la revolución. Con toda el agua bajo el puente, Memorias del subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea, continúa en su lugar ambiguo, desconcertado pero insistente en la necesidad de existir en un horizonte de cambios profundos. Tanto Guillén Landrián como Gutiérrez Alea escudriñan las particularidades de un socialismo que todavía busca sus coordenadas. En el concierto mayor del 68 cubano, junto a los encuentros intelectuales, las jornadas con las manos en la tierra y las cámaras entre campo y ciudad, estas obras permiten que aparezca otro mapa de ese torbellino global. Una manera menos europeizada de pensar el ciclón anticolonial que se niega a dejar de existir hasta hoy.