Finalista de la más reciente edición del Premio Herralde con su última novela “El sistema del tacto”, Alejandra Costamagna nos lleva a una dimensión donde la memoria oficial e idealizada de las familias se contrapone a los dolores más resguardados de sus integrantes, donde muchas veces las historias de los antepasados se transforman en cargas que las nuevas generaciones llevan a cuestas.
Un viaje en barco y una larga espera. Como una paradoja del destino, El sistema del tacto (Anagrama, 2018), fue lanzado primero en España y sólo hace unas semanas, el 28 de marzo, pudo presentarse en Chile. Esto porque al igual que algunos de sus personajes que realizaron la ruta marítima en los años de la posguerra, el libro recorrió el mismo camino para estar disponible en las librerías del país, luego de ser impreso en el viejo continente.
Instrucciones de dactilografía, fragmentos de un Manual del Inmigrante Italiano (1913), fotos y cartas, forman parte de los materiales de los que se vale la escritora Alejandra Costamagna (Chile, 1970) para contar una historia llena de ecos que atraviesan a los personajes, a partir de la utilización del archivo como un detonador de afectaciones y de historias posibles que nos llevan a lo que para algunos puede ser el «origen de la desgracia».
La infancia como espacio de ensoñación, de voces en off y especulaciones, las trascendencias de la tragedia, el desarraigo y el deber ser como práctica social ―especialmente para los forasteros―, son algunos de los tópicos abordados en la historia de Nélida, una inmigrante italiana en Argentina cuya historia la desborda hasta la locura; su hijo Agustín, un hombre que renuncia a ser adulto y a sus libertades; y Ania, sobrina quien desde el presente viaja en representación del apéndice familiar radicado en Chile a despedir a los últimos de su parentela, abriendo ―literalmente― ventanas y puertas de la memoria.
Una historia que se repite también porque los personajes, al igual que en el presente, “todos buscando la América, siguiendo a algún pariente que prometía riquezas a este lado del mundo (…) desembarcaban con la ilusión de hacer dinero rápido, pero al rato la fortuna se convertía en sobrevivencia y la América se volvía un territorio hostil (…) Rápidamente debían aprender a ser otros”.
En el libro encontramos una suerte de designio familiar, algo que trasciende y que se va heredando, algo medio fatal que se traspasa de generación en generación. ¿Todos llevamos algo como eso?
A mí me interesa pensar en cómo a veces construimos fantasías románticas de la genealogía familiar, de los antepasados, que coexisten y se contraponen a estas historias de lo micro que esconden vacíos y situaciones que hasta hoy están muy vigentes. A mí me interesaba poder verlos también junto con todas las otras problemáticas de los personajes como el tema del desarraigo, de la migración, de gente que tiene que aprender a ser otra en estos desplazamientos y dejar atrás un pasado, una historia, unos afectos, una identidad y convertirse en otros.
En este caso, ¿qué pasa en el plano más concreto de una mujer joven como Nélida? Que junto con todas estas características tiene además que lidiar con estos otros aspectos del prejuicio: una mujer avanzada para la época, que hablaba tres idiomas, que era mecanógrafa, que tenía tres pretendientes y de pronto le clausuran la vida y le arman este otro mapa. Es ahí donde están todos estos secretos que generan esa imposibilidad de construir la historia tal como fue, pero que uno puede especular y pensar que si bien los contextos hoy han cambiado, también podemos ver situaciones que son comparables.
O sea, como mujeres se nos asigna un rol, un deber ser y de alguna forma Ania, el otro personaje, es la que podía desde el presente actualizar un poquito esa función. A ella no la casan con nadie, ni la trasladan a un lugar sin pasaje de vuelta, pero también de alguna forma no encaja en el deber ser del rol de una mujer: no quiere tener hijos, no quiere someterse a ciertos designios profesionales, entonces es vista un poco como bicho raro.
La migración es un tema actual que está muy marcado por la categorización de las personas que llegan. En esta historia los migrantes son italianos, y a pesar de que no dejan de sufrir el desarraigo, si hoy llegaran parecería que su escenario sería distinto para los migrantes de otras latitudes. ¿Son parecidos los escenarios?
Sí, y aunque las condiciones son muy distintas, sigue habiendo patrones comunes. En ese tiempo el estímulo del gobierno argentino para las migraciones estaba incluso bajo un precepto que era «gobernar es poblar», y con esa consigna lo que en realidad se pretendía era poblar las zonas que estaban sin trabajar ―un asunto de productividad― pero no se quería poblar con cualquier ciudadano. Se buscaba estos «seres civilizados», seres rectos y que interesaba mucho que fueran europeos. No era cualquier migración: había un sentido civilizatorio en desmedro del indio y del mestizo nacional, lo que por supuesto se les escapó de las manos porque los migrantes que llegaron no eran de una condición alta y eso fue lo que de alguna forma produjo que después en Argentina existiera finalmente toda una identidad tan rica porque existía toda esa posibilidad de mundos diversos.
Esos parámetros hoy son distintos y uno puede verlo en Chile cuando vemos las categorías de migrantes que definen quién viene y quién no viene, o la negativa de firmar pactos multilaterales de integración, además de políticas xenófobas a todas luces, que finalmente hacen que este tema esté súper vigente. Entonces, cambia aparentemente la epidermis, pero finalmente sigue habiendo este concepto del «otro», del distinto, donde también se mezclan en el presente cosas raciales que claro, complejizan más las cosas.
El desarraigo se mantiene…
En muchos de los casos de los migrantes hoy, y también Nélida, vienen de sociedades que han estado también en conflicto. A ella la envían acá en 1949, un poco después que acaba la segunda guerra, por lo que naturalmente ella viene con muchas secuelas. Hay varios traumas asociados. Primero, llegar a un lugar donde te sientes totalmente desarraigado: no es tu lengua, no es tu familia, no son tus afectos y además ese trauma no resuelto de algo que todavía no podemos medir bien cuáles son las consecuencias.
Sabemos que a ella le explotó una bomba que mató a su sobrino que estaba en sus brazos y que tiene esquirlas en las piernas, pero también es un tema vedado en la historia, prohibido, que no se menciona mucho y cuando ella empieza a perder la cabeza, empieza aflorar este otro mundo que estaba ahí guardado.
Esto me hace pensar también en lo que pasa con muchos migrantes que vienen de Siria, de Latinoamérica, territorios donde hay mucha violencia y que se junta con el trauma de perder tu casa, perder tu identidad, perder tu lugar, y de llegar a un lugar que no siempre te recibe bien.
Asociando la migración a uno de los temas persistentes del libro, esto del «deber ser», ¿por qué incluyes fragmentos de un manual para el migrante italiano?
En algún momento pensé en contar esta historia desde una mirada bien documental, muy fuera de la ficción, para tratar de acercarme a una investigación más periodística y reportear mucho. Finalmente, me fui encontrando con toda esta zona de vacío en la historia, como en el caso de Nélida. Era como que el pasado se resistiera a ser narrado y ante esa imposibilidad de alguna forma pensé: ¿qué sentido tiene contarlo hoy si no es hacer algún vínculo con el presente? O sea, no me interesaba narrarlo como se cuenta en un museo, donde salimos y cerramos la puerta y ya, sino más bien pensar que todo lo vivo que sigue estando hoy, como las esquirlas que tiene en sus piernas. En el fondo, pensar que la historia no es lineal, que la historia de alguna forma vuelve a repetirse si nos descuidamos un poco: estamos viendo el resurgimiento de nuevo de los fascismos.
Cuando estaba en eso, empezaron aparecer un montón de cosas, como los documentos de Nélida, el Manual del inmigrante italiano de 1913, pero también los cuadernos de dactilografía, fotos, archivos, voces, etc., y cada uno de esos materiales no se cerraban en sí mismo. Para mí era como que todos esos materiales fueran desarraigados y que venían a aportar en una especie de punto de fuga de otra historia que quedaba abierta, y otra historia que quedaba abierta, y otra, y así.
En el fondo, lo que hacían era aportar en esta construcción que tenía que tener algo de ficción pero en el sentido, lejos de la mentira y de la especulación, de pensar que con estas historias podemos pensar en historias posibles. Esto ocurrió de esta forma, pero también podría ocurrir de esta otra y también podría haber ocurrido de esta otra y también puede seguir ocurriendo tal cual. Poder jugar a lo mejor de manera más plástica con unas historias que son fantasmagorías y que siguen teniendo resonancias hoy.
Cuando apareció el manual, me pareció que era algo que atravesaba todo el libro, porque era el pretender enseñarle a estos seres cómo comportarse en el lugar de acogida. También era muy gráfico para pensar en una situación histórica que me pareció muy dramática pero que tenía también algo muy absurdo, que había un cierto humor muy sugerente, porque claro, dan risa alguna de esas nociones como “prohibido escupir en la calle” y “cómo llamar al mozo”.
Cosas cotidianas que son banales pero que marcan los límites de las formas de ser.
Sí, justamente, porque creo que en lo más banal, en lo más cotidiano, nos damos cuenta de lo más dramático. Yo creo que ahí, en ese contexto, podemos tomarle el peso a la situación.
¿Estos materiales son de tu familia?
Sí, la mayoría sí, pero igual dentro de esto hubo mucha investigación en terreno. En Argentina hay un Museo de la Inmigración, en donde hay material maravilloso, como los certificados de las personas que llegaron en los barcos; hay archivos de las enfermedades y los partos en cada navegación, y de ahí saqué los certificados. También fui a Piamonte.
Hay una tendencia a incluir distintos materiales y archivos en los libros. Vemos por ejemplo a Eugenia Prado, a Nona Fernández, entre otras, que incluyen estos formatos. ¿qué hay detrás de esta estrategia narrativa?
Hay una ensayista argentina que me gusta mucho que se llama Florencia Garramuño y ella habla de algunas escrituras contemporáneas que están vinculando distintos géneros que se vuelven literaturas inespecíficas en el sentido que los géneros literarios con las artes visuales o la fotografía empiezan a tener mucho dialogo. Ella habla de que el archivo está antes de la memoria, un objeto está antes que podamos recordarlo pero que al mismo tiempo posibilita la memoria.
Lo interesante del archivo es que posibilita la memoria pero al mismo tiempo siempre pone en riesgo esas memorias cerradas que ya se dieron por zanjadas, porque una pieza siempre puede desarticular eso. O sea, aparece el material de archivo y toda esa memoria que tenías ordenada se puede desordenar. En el fondo te deja ver lo inestable de la memoria como la memoria oficial, que las memorias siempre tienes que pensarlas como cambiantes y pensarlas en plural. Entonces para mí la incorporación de estos otros materiales son los que ponen en vértigo concebir una memoria cerrada, pasiva.
Como decía Albertina Carri, cuando hizo su documental Los Rubios, hay que huir de la memoria de supermercado, que es una cosa que se empieza a volver mucho más de marketing. A ella le interesaba mucho pensar las tensiones y contradicciones que puede haber al hacer esas tensiones memoriosas.
Otro de los tópicos presentes en el libro y en otros de tus textos es la infancia. Está, por un lado, desde el punto de vista de ellos, pero también desde los deseos y pensamientos de los adultos sobre los niños. ¿Por qué abordar esta dimensión con tanta preponderancia?
En mi primera novela, En voz baja, partí escribiendo desde una niña. No sé si era mi intención al escribir mi primer libro, pero ahora lo veo con el tiempo y siento que esa perspectiva de los niños, que fuimos niños en un momento tan determinante como la dictadura, ese relato no había sido contado desde ese lugar, desde esa perspectiva. Había sido contado desde los que fueron protagonistas, y cuando digo protagonista no digo que hayan estado en un lado u otro, sino que tuvieron la voz en ese momento como sujetos activos, donde la voz de la infancia era un poco acallada.
Creo que ese relato estaba pendiente en esa perspectiva de actores secundarios que miraron de alguna forma sus recuerdos en los recuerdos de sus padres; esto era de una forma el recuerdo de un recuerdo, una memoria hereditaria que recordaba pero que en realidad era un recuerdo articulado. Por eso me interesaba entonces poder focalizar esos recuerdos, que al ser memoria hereditaria estaban mucho más cercanos a la ficción porque no habíamos tenido relato y como no teníamos relato los inventábamos o los recreábamos.
Me interesa esa perspectiva de la infancia además porque pensar a los niños como sujetos subalternos, permite ponernos en un lugar que no tiene un deber ser ya formado, con intereses, con ciertos cuidados ya conformados y con más herramientas sociales que también te limitan.
Este libro estuvo como finalista del Premio Herralde, este reconocimiento tan importante ¿Cómo te va con este tema?, ¿cómo te hace sentir?
Siempre dan un poco de pudor estas cosas, pero lo que me parece más atractivo, en este caso particular, es que todos estos temas que estamos hablando pueden tener más resonancia y circulación.
Una pregunta ineludible: ¿cómo te sientes en torno al feminismo? ¿esto le imprime un nuevo sello o deber a la creación?
El 8 de marzo fue la marcha más masiva y contundente que recuerdo. Se le asemeja un poco a la concentración en el Parque O’Higgins antes del 5 de octubre del ‘88 y tal vez puede ser la distorsión de lo desbordado, amable y alegre que fue, por lo que me quedé con una impresión increíble y esperanzada. Lo que me parece auspicioso hoy es que lo que ha pasado con los movimientos sociales es que se han cambiado los paradigmas de lo aceptable, del límite de lo que podíamos aceptar y eso se desnaturalizó, de toda esa violencia que de alguna forma tuvimos que aguantar.
La mirada de uno siempre está en lo que escribe y se traspasa, y no sólo en los temas que abordamos, sino que en los lenguajes. El lenguaje es sumamente político y ahí para mí lo relevante es cómo romper estructuras que tengan que ver con el autoritarismo. Por eso me parece que lo que es más explícito no siempre es lo más subversivo. A veces el sugerir, la sutileza, hablan más y son más eficaces.
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