Vincular a Roberto Fernández Retamar a la Casa de las Américas (y a la revista homónima) podría pecar de trivialidad. En cierto sentido lo es, porque bien sabemos que las instituciones nunca se reducen a un solo nombre, ni siquiera en Cuba. Pero hay algo que ocurre en momentos como este ―el de la pérdida terrenal de Retamar― que lleva a suspender las razones perspicaces y los fraseos alejados de lugares comunes. Sea por la pena o la sorpresa, nos aferramos a un conjunto de hechos discretos que nos permiten elaborar el sentido de una vida que ya no está y que, sabemos, ha impactado a tantas otras vidas. No creo que sea apropiado lanzarme a un obituario como los que se acostumbran en los fallecimientos de intelectuales, esas que terminan en la exégesis de las obras, sepa uno si por real interés o por erudición necrológica. Otras personas serán más aptas para tal ejercicio, y sería mejor ensayar otro tipo de despedida, a riesgo de personalizarla demasiado.
Mi primer acercamiento a Retamar ocurrió en 2007, durante la inauguración del año académico en el campus Juan Gómez Millas de la Universidad de Chile. No sabía quién era y sólo tenía a mano el título de la clase magistral: Ser latinoamericano y caribeño. Sus reflexiones tramaban las referencias a José Martí, Darcy Ribeiro y Frantz Fanon con la situación contemporánea del neoliberalismo globalizador y las tensiones identitarias que acosaban al continente. O eso creo recordar, porque el momento ceremonioso fue luego interrumpido por una acción de protesta contra el rector de la época a causa de planes de mejoramiento que operaban, se decía, con la misma lógica neoliberal que el poeta y ensayista cubano acababa de denunciar. Dudo que eso haya sido demasiada molestia para Retamar, que había vivenciado momentos mucho más duros y difíciles de negociar políticamente. En retrospectiva, sin embargo, veo ahí una coincidencia repetida una y otra vez en su trayectoria: la cultura y el pensamiento situados ahí donde se provocan los disensos y las urgencias.
Pero esto no pasa de una anécdota. El contacto más substancial vino en un momento posterior ―y quizás no ha concluido del todo― como parte de la formación dentro de un corpus de pensadores por entonces algo esotéricos en los espacios de mi disciplina de origen, la historiografía. Fue el estudio de trayectorias llenas de recovecos biográficos y políticos: figuras viajeras, exiliadas, desplazadas. De traductores infieles, enemigos de la imitación, arqueólogos de tradiciones desplazadas que insurgían contra el nativismo, modernizadores experimentales e internacionalistas de la cultura contra el monopolio occidental. Ahí Retamar ocupaba un lugar con aquellos nombres que él mismo citaba, aunque no es como si él se hubiera situado en un panteón, sino que era un eslabón más dentro de una cadena compuesta por quienes lo leíamos. Sin proponérselo, llegó a integrar ese repertorio inspirador que compila en Calibán, su ensayo más conocido. Es una lista cuya extensión creció a medida que el texto se revisaba desde su primera versión en 1971.
Si tuviera que hacer nada más que «un» comentario al pensamiento de Retamar tendría que ser sobre esa vocación por el canon. En ella se signa el carácter histórico de su mirada anti −colonial, inserta como estaba dentro de un proyecto más amplio de relecturas del pasado orientadas hacia la construcción de un socialismo latinoamericano y caribeño. Calibán es un ensayo que no sólo nos habla de su momento inmediato de producción, sino que sirve como un nudo en el que confluyen momentos anteriores de la historia intelectual de nuestra región. No solamente Rodó y su Ariel, sino también ―y muy singularmente― las revisitas caribeñas de La Tempestad hechas por Aimé Césaire y George Lamming. Todavía más: en Calibán se depositan también los acontecimientos posteriores a su emergencia, dejando las marcas de ediciones y enmiendas que llegaron a transformarse en textos de propio derecho. Ahí reside la potencia de un canon construido como instrumento de lucha, en la movilidad de un pensamiento capaz de desplazarse en el tiempo sin pretender un sentido fijo o inmutable.
Los encuentros posteriores con Retamar tuvieron un matiz que ampliaba esta familiarización con un cuerpo de pensamiento, e involucraron un contacto más cercano con esa institución que presidía desde 1986, la Casa de las Américas. Primero fue un proyecto expositivo de gráfica del movimiento estudiantil, vinculado a Casa Tomada, encuentro latinoamericano organizado por jóvenes de la Casa (conversación protocolar y amena con el conjunto de quienes participábamos, comentarios sobre algunos de los afiches durante una visita guiada). Después se trató de una investigación sobre polémicas en la izquierda cultural latinoamericana de los sesenta que involucraba ―era que no― a revista Casa y a los intelectuales del momento nucleados en torno a ella.
La revista Casa de las Américas es uno de los proyectos editoriales más audaces de su tiempo, y fue dirigida por Retamar desde su número 30, en 1965. Bajo su conducción, la revista profundizó y radicalizó las líneas que la definían previamente: compromiso con las luchas de liberación, interés en fomentar la autonomía cultural del continente y promover formas heterodoxas de pensamiento y creación. Con su «infame» diseño cuadrangular, revista Casa ensayó operaciones gráficas y discursivas en las que es imposible no observar la mano de Retamar. Su pervivencia en el tiempo ha debido no poco al material humano que trazó vínculos transnacionales para ofrecer a la cultura latinoamericana una manera de pensarse a sí misma dentro del mundo.
Entre esos momentos fundacionales y hoy, que ya no está, se han acumulado transformaciones que no pasan desapercibidas para nadie. Tampoco para Retamar. Sus intervenciones públicas del último tiempo destacaron esa necesidad de continuar con un proyecto al que dedicó intensamente sus energías, tan intensamente que llego a desdecir mi propio afán de no identificarlo por completo con la Casa. Pero el pensamiento que se quiere crítico y político no huye de sus contradicciones, sino que las abraza y elabora como señal de dinamismo. Esa esperanza obstinada de una cultura “por todos y para el bien de todos”, tan mundial como local, anima a quienes leemos su obra y, también, nos vinculamos con ella desde la complicidad por mantener en el tiempo sus bordes más afilados. No por devoción personal, pero sí por gratitud con la generosidad que supuso su afán de intelectual calibanesco. Desde este país nuestro tanto más abajo que Cuba, nuestra tarea será acaso contribuir a poblar todo el continente de Calibanes, hablando todas las lenguas contra todos los colonizadores (de adentro y de afuera).
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