Texto escrito por Cristián Cepeda-Oropesa, Ricardo Pérez-Abarca, Silvio Reyes-Rolla
E) 2014 al 2017. El transformismo progresista.
Este periodo se caracteriza por los intentos de la élite «progresista» rearticulada, llamada Nueva Mayoría, de dar respuesta a la serie de demandas y descontentos de la población que ha hecho patente un inconformismo con las promesas del modelo, así como con la escasa identificación con los, casi extintos, valores republicanos, para lo cual se levantó un proceso constituyente que permitiera una relativa participación de la sociedad en su conjunto, posibilitando la «republicanización» de la subjetividad colectiva.
Decimos que este es un transformismo progresista en el sentido de que, buscando darle un carácter progresivo a las reformas −donde algunas de ellas cumplían relativamente ese propósito−, terminaron siendo elaboraciones legislativas a las que se les eliminó elementos centrales de la progresividad que pudo haber tenido, e incluso cuando eso no sucedió dentro del parlamento, el tribunal constitucional −por medio de solicitudes de la derecha− terminó ajustando la retroexcavadora para no eliminar ciertas características del modelo neoliberal cuando se trató de la reforma laboral y educacional. Así la derecha confeccionó un discurso alarmista y reaccionario frente a reformas que en lo sustantivo podrían tener elementos considerados progresivos y que abría el campo de lo político para ajustar, y en el mejor de los casos eliminar, ciertos engranajes específicos del neoliberalismo en materias específicas, dada la nula capacidad para fundar una nueva constitución, y por defecto sus leyes orgánicas, de modo que el modelo pudiera cuestionarse desde su propia centralidad, para así reconfigurarse y superar la crisis en la que se veía envuelto.
Para el historiador Luis Thielemann, la estrategia comunicacional de la derecha fue una “retórica de la reacción”. Ésta tuvo cuatro fases: a) «El efecto perverso»: la reforma terminará en desastre; b) «El riesgo»: la reforma pone en riesgo un avance anterior; c) «La inutilidad»: la reforma no es útil para el objetivo buscado; d) «La amenaza indirecta»: el quiebre institucional. Es en ésta última que nos queremos detener un poco más, pues entendemos que en última instancia los pactos sociales siempre se han terminado de configurar bajo la acción directa de las armas.
“La amenaza indirecta consistiría, en el caso actual, en anunciar la violencia política, especialmente militar, si es que se alcanza un grado de profundidad en las reformas tributaria, educacionales o políticas. Lo particular de esta amenaza es que no se dice que «se hará», sino que «sucederá», tal como sucede un mero hecho de la naturaleza, tal como se desata la tormenta. Así, la memoria del golpe de Estado que agitan las vocerías de la élite se basa en una naturalización del castigo violento de las élites locales contra cualquier extralimitación popular del orden” (Thielemann, 2014).
Y es esa amenaza indirecta la que se pudo observar a fines del 2015, cuando el gremio de camioneros paralizó sus actividades llegando hasta Santiago en una caravana, que a la gran mayoría nos recordó una acción similar en el año 1972 para desestabilizar al gobierno con la amenaza de parar una arteria importante de la economía y provisión de bienes de consumo. No muy distinto fue el inserto que sacó la Sofofa en el diario El Mercurio a inicios del año 2017 incitando a la represión directa frente al «conflicto de la Araucanía».
Dado que no es la intención nuestra hacer un análisis detallado de las varias reformas que llevó adelante el gobierno en este periodo, sino entender las claves de la crisis del pacto del Estado-Nación, tomaremos como caso central, de gran importancia, la reforma tributaria que en el segundo gobierno de Michelle Bachelet se implementó. Ésta podría entenderse bajo dos preceptos: a) Redistribuir la renta para atacar la desigualdad latente en Chile; b) Aumentar la carga fiscal del Estado para focalizar proyectos sociales. Como sabemos nuestro país posee uno de los niveles de desigualdad más grandes del mundo, compartido tristemente con EEUU. En un estudio realizado por economistas de la Universidad de Chile llamado La nueva parte del león: estimaciones de los súper ricos en Chile, nos señalaba que el 1% más rico de la población posee el 30,5% del PIB, el 0,1 se lleva el 17% del PIB y el 0,001% el 11%. Otro indicador de la desigualdad de Chile es el coeficiente de Gini, que en este periodo se encontraba en el 0,55 % (donde 0 es igualdad absoluta y 1 es desigualdad absoluta): dicho indicador es el mismo que tenía nuestro país durante la década del ‘60. Sin embargo, fue la segunda tesis la adoptada por el gobierno para desarrollar su proyecto de reforma tributaria, es decir, se esperaba incrementar en 3,2% del PIB nacional (una estimación de $US 8.300 millones) para focalizarlo en el gasto asociado a la reforma educacional.
Esta reforma que no buscaba destruir los pilares de tributación del sistema neoliberal, fue entendida comunicacionalmente (por ambas coaliciones) como una reforma sistémica; unos hablaban de «retroexcavadora», otros de una «segunda UP». De aquello nos muestra Thielemann en la “retórica de la reacción”:
“Veamos algunos ejemplos de aquello: César Barros (presidente de La Polar, empresa que estafó a miles de ciudadanos a los que les cambiaron unilateralmente los contratos de deuda) sostuvo hace poco que: ‘Se están haciendo tres reformas súper grandes (…) lamentablemente algunos de los ruidos que se escuchan a uno le recuerdan los tiempos de la Unidad Popular (…). Es un lenguaje que tiene olor a UP y yo creo que es un mal camino porque después no hay que lamentarse si salen reformulaciones nuevas de Patria y Libertad’. Dicha «advertencia» no es menor pues podemos recordar que César Barros fue un activo participante de Patria y Libertad, con lo cual demuestra una actitud amenazante si apenas se llegara a tocar un ápice del modelo económico que ellos lograron instaurar a sangre y fuego, aterrorizando a un país completo por 17 años de dictadura cívico-militar” (Thielemann, 2014).
Por su parte, Ernesto Silva, presidente de la UDI en su momento, afirmó que “no quiero que nunca más haya un quiebre institucional y por eso vamos a hacer lo que estamos haciendo en este gobierno, que es ser oposición para decir qué cosas creemos que dañan al país y lo vamos a hacer mirando hacia el futuro… si la oposición no evita el «daño al país», entonces puede suceder un «quiebre institucional»”.
«Quiebre institucional» es lo que nosotros entendemos como «golpe de Estado». Es decir, que si este gobierno o eventualmente otro que pretenda abrir los espacios de lo político para desarrollar reformas que la institucionalidad económica y política del país requiera, podría padecer casi como por efecto lógico de reacción natural frente a un estímulo cualquiera, una reacción que quebraría el orden institucional para evitar las transformaciones que el Estado de Chile pueda impulsar para reducir el poder de los herederos políticos y económicos de la dictadura de Pinochet. Así, finalmente, el sistema se cierra y no logra procesar y articular las nuevas demandas, como históricamente lo había logrado.
F) Proceso constituyente-instituyente-destituyente: el nuevo pacto social-constituyente (2018-2020).
Durante los años 2017 y 2018 la desafectación con el estamento político alcanzó los niveles más altos desde la vuelta de la democracia. A las nuevas orgánicas de politización se suma el surgimiento de una nueva subjetividad política que ya no sólo genera nuevas formas de acción política (periodo 2001-2006) sino genera una crítica transversal, pluriclasista, plurinacional y profundamente antisistémica (mayo feminista 2018), que propone de raíz un cambio estructural al Estado-Nación, como diría Javiera Manzi: «La bandera mapuche, la bandera negra y el pañuelo verde forman parte de cada movilización en las calles».
En el mes de octubre de 2019 los acontecimientos del estallido social se han dado con cierta vorágine que a veces no permite procesarla correctamente en todas sus dimensiones; no obstante, queremos proponer algunas líneas de reflexión (inacabadas, por cierto) que permitan acercarnos a la compresión del fenómeno social.
La crisis que vive Chile es una del tipo social, política, cultural, económica (en su dimensión familiar e individual), ecológica y humanitaria. La oligarquía financiera y agroganadera tiene capturado los recursos naturales y bienes comunes de nuestro país, provocando la más grande crisis humanitaria conocida: localidades sin agua potable cada vez más crecientes, con campos secados y animales muertos por falta de agua y comida; un aumento de campamentos en el territorio nacional; jubilaciones de miseria; muertes sistemáticas en listas de espera en hospitales y un largo etc. Y eso, junto a una crisis escandalosa de corrupción generalizada en las instituciones del Estado, desde las mafias de las fuerzas de represión a un estamento político que tiene un comportamiento de doble militancia político-empresarial al servicio del gran capital en el país, han cerrado el círculo para dar pie al agotamiento del modelo de democracia liberal y representativa que vive Chile, junto con la del modelo económico y social.
Eso ha llevado a una crisis orgánica de la sociedad chilena, en posibles 3 sentidos: 1) Una clase económica minoritaria y poderosa ha ejercido una dominación y explotación, mercantilizando casi todos los aspectos de la vida, generando condiciones de vida precarizadas para la gran población nacional, la que malogra sus derechos más básicos de vida, viéndose afectada la relación entre naturaleza, la salud de la población libre de contaminación y la viabilidad de la vida gregaria en ciertas localidades afectadas por la expansión de la industria agroganadera. 2) Los estamentos políticos/institucionales de esta democracia liberal están en una casi completa desconexión con la realidad de la ciudadanía, la vida de los sectores populares y marginados del país; sus estilos de vida, sus necesidades; las patologías sociales, como, por ejemplo, la peor salud mental en todo el curso de la vida dentro de la OCDE; altas tasas de suicidios de adolescentes y personas mayores porque no aguantan su precaria vida (por nombrar algunos ejemplos). Esto ha llevado a que la ciudadanía en general no se reconozca en sus estamentos dirigentes porque no han sido capaces de procesar política e institucionalmente la solución a esta creciente precarización de la vida. 3) La dinámica espontaneísta del estallido, y la escasa representación de éste por parte de dirigencias sociales y políticas propias del pacto social anterior, han puesto de manifiesto que las organizaciones y estructuras sociales y partidarias están en un estado deficitario en cuanto a una conducción y representación de las movilizaciones. Podría hacerse algún tipo de salvedad con Unidad Social, conformada no más de dos meses antes del estallido, que ha ido agrupando, de forma creciente, a diversas organizaciones a nivel nacional que ejemplifica los diversos conflictos sociales y territoriales del país, pero que aún así no es el Sujeto contraparte del poder instituido con el cual negociar para solucionar la crisis.
Esta crisis orgánica ha llevado el escenario político a una posible transformación desde la perspectiva de la ruptura democrática, donde la institucionalidad política y administrativa actual son incapaces de procesar las demandas y necesidades del conjunto de la población plurinacional, produciéndose la necesidad de transformar dicha institucionalidad desde un lugar paralelo a ésta con participación popular.
Cabe destacar que, producto del espontaneísmo de la explosión social, este ciclo de movilizaciones no debe ser leído, en una primera instancia, en los ejes clásicos de izquierda-derecha. Más bien ha sido una explosión desde abajo, de un conjunto diverso de personas con subjetividades y de estratos socioeconómicos distintos, pero con problemas reales compartidos, que no han sido procesados dado los marcos jurídicos y políticos que tiene la actual constitución cuyo fin es reducir al máximo la participación de los pueblos en la democracia, dejándola habilitada sólo en ocasión de elecciones. Y es precisamente ese poder popular el que ha perfilado este periodo hacia una dinámica de disputa del poder entre lo nuevo o instituyente (los cabildos, las ganas por una nueva constitución y un posible programa político que surja de ello), que interpela a lo instituido (la constitución neoliberal pinochetista y las formas de gobernanza de la transición), que podría decantar en un proceso destituyente, reemplazándose lo viejo por lo nuevo, donde el pueblo quiere darse un nuevo orden y pacto fundacional.
Dentro de este marco, queremos resaltar 3 esferas del conflicto, unas más inmediatas o epidérmicas que las otras:
―Conflicto urbano: La rabia desatada en violencia por parte de sectores de la población chilena pareció generar un cierto temor en la oligarquía. Y más allá de sus particularidades (los saqueos, el vandalismo frente a las instituciones comerciales del gran capital y la quema del metro cuya dudosa responsabilidad genera bastantes suspicacias), sin ella y la gran movilización social no estaríamos en el escenario actual, donde los cambios profundos se vislumbran como una posibilidad real e histórica (sin desconocer, por cierto, que no toda esa violencia tiene un fin o detonante político, sino que puede tener varias explicaciones, como un bandidaje oportunista en algunos casos). Ambas han sido caras de una misma moneda. Aquella violencia no sólo responde al clásico concepto más o menos abstracto de lumpen o vandalismo, porque, por un lado, está la clásica violencia estructural que padece el bajo pueblo marginal y periférico que lo vuelca y expresa en el centro de la ciudad (hechos históricos hay), llevando a ella el desorden y violencia sistémica que viven en sus territorios y comunidades. Pero por el otro lado, da la impresión de que la masividad de la conflictividad social en las marchas y protestas, en los enfrentamientos directos con las fuerzas de represión y las fogatas o quemas de diversos elementos están siendo realizadas por una población que en escenarios anteriores de movilización no lo hacía, razón por la cual llevamos varias semanas de conflicto y cierto desorden urbano, amplificado por los medios de comunicación. Esta conflictividad pareciera estar lejos de acabar, ya que la profundidad de la crisis ha hecho metástasis, llegando a implicar los más diversos elementos de la vida y subsistencia diaria.
―Relación institucional-social: Es en este nivel donde se jugarán una relativa consolidación de posiciones que el movimiento popular vaya adquiriendo, en este caso, a través de los cabildos y plebiscitos. No sabemos bien cómo decantará la síntesis de los diversos cabildos, y si éstos tendrán una utilidad vinculante e institucional. Primeramente, está la opción de que estos resultados no deban sintetizarse mediante las instituciones, sino por la sociedad civil misma, en un sentido autonómico. En segundo lugar, habiéndose fijado los plebiscitos comunales (considerando los traspiés que ha habido entremedio con la cancelación de los mismos, para luego ratificarlos la Asociación Chilena de Municipalidades a nivel nacional), los cabildos serán una importante instancia para convocar, difundir y explicar la necesidad de nueva constitución y cómo se realizaría la posible Asamblea Constituyente (en adelante «AC»). En el contexto que esto sea un hecho, y en una temporalidad de mediano plazo, los cabildos (y la síntesis alcanzada como insumo primario) deberían tener un rol fundamental a la hora de tener incidencia sobre la manera de construirse el proceso territorial constituyente vinculado a la elección de representantes para la AC. Los cabildos territoriales deben ser la base del proceso constituyente para que dote de contenido la discusión en todo el proceso constituyente, y dado que éste tardará un tiempo en comenzar (en el nivel institucional y vinculante), la sociedad organizada deberá mantener en vigencia la organización social de sus espacios, de modo que para cuando llegue el momento institucional y jurídico de la AC, el pueblo movilizado haya logrado un mínimo de organización social y discusión política sobre el país que los pueblos de Chile necesitan. En consecuencia, la movilización social y la energía puesta en ella deben, sin dejar de movilizarse en cuanto protesta, ir consolidando paso a paso nuevas o actuales dinámicas y espacios de organización social y popular, reconstruyendo o fortaleciendo, paso a paso, ese tejido social tan alicaído y diagnosticado en diversas instancias y por variados analistas sociales.
―Identidad plurinacional: Es sabido que Chile tiene una realidad plurinacional. Es un territorio habitado por naciones y comunidades originarias ancestrales. Es reconocida la dominación militar y cultural del Estado chileno sobre las comunidades y naciones originarias. Pero hoy en día, esa identidad plurinacional subalterna de los sectores populares del país ha aflorado como nunca antes. Ha dado una batalla por los símbolos de las identidades del territorio nacional, ya sea en marchas donde las comunidades mapuches han asistido; cientos de banderas mapuches por todo Chile que son alzadas por la población mestiza, produciéndose derrocamientos de estatuas de una oligarquía colonialista. Hay una identidad plurinacional que aflora con fuerza para erigirse como la identidad oficial de un nuevo Estado-Nación plurinacional. Esto nos llevará inevitablemente a pensar un modelo de Estado futuro, descentralizado, autonómico o federado, donde los pueblos originarios al menos puedan contar con autonomía territorial, administrativa y económica, para así gestionar con mayor propiedad los territorios que les han sido propios desde tiempos inmemoriales. Esta temática será de fundamental discusión, ya que si no se aborda como debiera, podría suceder que la conflictividad, al menos con los mapuche, pueda agravarse en términos históricos. El Estado policial y militar presente en sus comunidades ha tensionado a tal punto las relaciones que, en el contexto del estallido social, el pueblo mapuche no será mero espectador y llevará a cabo acciones que tiendan a tensionar la unidad central del Estado-Nación chileno. Entendemos que el pueblo mapuche tiene su planteamiento de autonomía y autodeterminación, en el que se busca puedan ejercer dominio político, económico y territorial de un espacio determinado. No es nuestra pretensión comentar en mayor profundidad sobre cuáles son las visiones del pueblo mapuche sobre esta autonomía, ya que les corresponderá a ellos ejercer ese derecho. Pero cabe la gran pregunta de cómo se configurará la relación de este nuevo Estado con el resto de pueblos originarios, si acaso el mismo nivel de autonomía corresponderá para cada una de aquellas comunidades, o si se los entenderá como comunidades políticas distintas y complementarias dentro del territorio nacional.
Conclusiones
Partimos de la base de que el Estado-Nación en Chile se ha construido desde una crisis permanente desde el inicio mismo de la República, heredando además una articulación supraestructural del aparato estatal hacendal y su burocratización, tendiente a la centralización del poder y al impedimento de autonomías locales. A su vez, ha subsumido en acuerdos a distintas élites en pos de una gobernanza política y económica, sin descartar, en última instancia, el uso de las armas para dirimir problemas internos entre ellos. Planteamos que históricamente el Estado fue ampliando sus consensos y pactos sociales, delimitando sus características a la conflictividad interna como mecanismo de articulación de intereses o a una variante peticionista y asistencialista del mismo, como mediación de grupos de intereses nuevos, aunque sin cambiar su rol en el aparato centro-periferia del capital extranjero. El Estado-Nación que se convirtió, como bien señala Raúl Prada Alcoreza, en un edificio inacabado donde distintos grupos chocaban en la intensión de habitar dicha propiedad, y donde se generaban disputas, alianzas, enfrentamientos, asaltos intempestivos de vanguardias y dirigencias. Finalmente, y luego de una crisis socio-política de aquel Estado-Nación que, surgido de la guerra de independencia y modificado a lo largo de nuestra historia del siglo XIX y XX, fue reemplazado por la tiranía militar de 1973-1989 para luego erigirse en uno de características neoliberales; es decir, subsidiario y garante de la libertad de empresa, buscando además eliminar el conflicto interno, reemplazando por una modernidad tecnocrática-economicista de la voluntad colectiva. Lo que colapsa durante la última década es un Estado-Nación hacendal, colonialista, patriarcal, autoritario, centralista y tecnocrático, que está originalmente construido al alero de una economía neoliberal que está en crisis en todo el mundo.
En efecto, estos son tiempos de una crisis planetaria de la civilización mundializada, y sus principales contradicciones son la relación de explotación entre el humano y la naturaleza y la del humano por el humano, entendidas como equilibrio biótico y sistémico de un conjunto completo de elementos. No obstante, cada región y país expresa su crisis en términos socio-históricos y particulares.
En efecto, surge la oportunidad en este nuevo proyecto histórico de las voluntades colectivas, como diría Lechner, de generar uno que represente al Chile del Siglo XXI, un Chile diverso, plurinacional, antipatriarcal, comunitario y que respete las autonomías de cada territorio. Que empieza con la articulación de nuevas organizaciones durante los años (2001-2006), sigue con la apelación e impugnación al modelo económico durante los años (2007-2015), para terminar en la crisis de la estructura misma del Estado-Nación (2018-2020).
Está claro que se hace necesario seguir profundizando en otras aristas que son importantes en el análisis. Creemos, por ejemplo, que el proceso de impugnación mapuche al Estado de Chile (1990-2019) o la impugnación feminista (2007-2019), son aristas necesarias, así como también la relación FF.AA. y sociedad civil, pues hay que tener presente que en los dos últimos pactos socio-constitucionales (1924-1925 y 1975-1980), las fuerzas armadas jugaron un papel activo en la configuración del nuevo orden. En 1924 fueron esenciales para la incorporación de la ciudadanía al pacto social, y en 1980 todo lo contrario, legitimando un nuevo pacto socio-constitucional que coartaba la participación popular en el orden institucional. Por ello, cabe preguntarse qué rol tendrán las FF.AA en los inicios del siglo XXI en el contexto de transformación del Estado nacional, atendiendo que en su historia han sido centrales en las configuraciones de los nuevos pactos sociales y constitucionales, considerando que sus escuelas matrices están seccionadas por clases sociales ¿Cuál es la relación pueblo – fuerzas armadas? ¿Por qué la división de clases dentro del ejército se acepta como algo natural? ¿Cuáles son sus consecuencias? ¿Cuál es la relación de los altos mandos de las FF.AA con aquellos que son los dueños del gran capital?, y en consecuencia, ¿Existe una implicación de una clase social en la conducción política, militar y económica de un modelo social y un tipo de Estado-Nación? Por ello es indispensable pensar aquellos nudos con mayor profundidad en posteriores escritos.
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