Si el niño parece escapar a esta estructura y nunca permite, en sí mismo, la diferencia de la simple vida, no es, como se suele sostener, porque el niño tiene una vida irreal y misteriosa, una hecha de fantasía y juegos.
Es exactamente lo opuesto lo que caracteriza al niño: éste se aferra tan estrechamente a su propia vida fisiológica que se convierte en indiscernible de ella misma. (…) Al igual que la vida de la mujer, la vida del niño es inaferrable, no porque trascienda hacia otro mundo, sino porque se aferra a este mundo y a su propio cuerpo de un modo que los adultos encuentran intolerable.
Giorgio Agamben
Para que el ímpetu revolucionario triunfe sobre el viejo orden, y no solo sobre la fachada de la compleja dinámica que lo impulsa, es necesario discernir algunos de sus principales circuitos. Sin ese esfuerzo parece imposible emprender el trabajo de desinstalar y sobreescribir las múltiples operaciones culturales que ejecuta. Es el universo eminentemente masculino en el que Tetsuo crece y se desenvuelve el que trasluce un conjunto de imperativos patriarcales sin los cuales no se sobrevive en los populosos guetos que constelan la ciudad. Son las señas de ese aprendizaje tormentoso las que desenmascaran el reverso reprimido de la metrópolis. Porque si la infancia puede leerse como el embotado sueño con el que la experiencia hegemónica moderna narra su edad de oro, delineando así una matriz mitológica apolínea en torno al tiempo secular -para decirlo desde los acentos teóricos que pone en juego este ensayo- la pura negatividad que adquiere la niñez arrojada a la intemperie urbana despierta los rasgos abisales que suscitan su figura. Tetsuo lo expresará una y otra vez a lo largo del filme: ya no es un niño y eso significa que nadie tiene derecho a humillarlo; ya nadie podrá atreverse a someterlo. Dicho en un lenguaje antropológico, es un personaje que se encuentra «cruzando el umbral», y lo hace con el firme propósito de dejar atrás el doble estigma social de ser infante y expósito. Ambos, signos inequívocos de una «posición subalterna», determinan el curso de su acción. En ese sentido, dirigirse a liberar a Akira responde al implacable deseo de medirse con el más fuerte de los experimentos del gobierno. De modo que este tránsito hacia la adultez patriarcal encausa la potencia infinita del poder que posee a través de un rito de paso cuyo trayecto sella su destino, conduciéndolo a la fatídica consumación del principio contra el que, paradójicamente, se subleva. Posiblemente, algo de la obtusa dialéctica del amo y el esclavo ha inoculado su inflexible automatismo en la distopía ciberpunk. La servidumbre que plantea el poder androcéntrico revela el trasfondo tautológico de su autoridad. Un trazado que delinea en torno de sí, un camino que concluye en su propia [auto]destrucción.
Este tácito mandato es el aspecto aciago que marca la rivalidad con Kaneda. Hay que llamar la atención aquí, que uno de los principales nudos dramáticos del film se construye a partir de la relación de amistad -y enemistad- entre estos dos personajes. El asesinato de Yamagata, el segundo al mando de la banda, a manos de esta especie de dios ungido en anfetaminas en el que degenera Tetsuo, adquiere el peso de una irrevocable hibris, convirtiéndolo en un enemigo íntimo y visceral para el líder de la pandilla de motociclistas. La superficie del derruido recinto deportivo será el escenario donde Kaneda intente saldar cuentas con su antiguo compañero. Tetsuo ya ha abierto la enorme bóveda sepultada bajo las obras del campo deportivo sólo para encontrar un montón de frascos que conservan los restos de Akira -otra diferencia mayúscula con el Manga, donde el niño despierta luego de tres décadas preservado en una cámara de criogenización-. Durante el último acto, el combate final entre ambos se interrumpe cuando la energía absoluta que consume el cuerpo del poderoso personaje se desborda y termina por exceder sus dimensiones humanas hasta transformarlo en un inmenso amasijo de fluidos y carne. El padecimiento que consumió a Tetsuo a lo largo de todo el film, sale a la luz, y se sale de sí. Este trágico tejido se expande engullendo todo lo que encuentra a su paso. Kaneda, atrapado entre adiposas paredes de materia orgánica intenta no reventar y Kaori, la novia de Tetsuo, muere aplastada por las porosas placas de piel amplificadas. Sumido en el horror, la desesperada conciencia que aún pervive en la criatura clama ayuda a su amigo y grita -para plantear la hondura de la pesadilla-: “-Kaori ha muerto y siento su dolor dentro de mí”. En el paroxismo de la metamorfosis, esa confusa masa tomará la forma de un colosal y monstruoso feto. Esta esperpéntica metamorfosis materializa la fragilidad oculta tras la coraza de la hombría; y, al mismo tiempo, su exposición revela la substancia de la que está hecho el corazón podrido de la ciudad. El cuerpo deforme del adolescente encarna la monstruosidad distópica del sistema.
En tanto, Kiyoko, Masaru y Takachi, los niños viejos, aparecen en el estadio dispuestos a mancomunar fuerzas con la intención de despertar a Akira. Justo antes de ser alcanzados por la materia membranosa en la que no cesa de mutar Tetsuo, los recipientes revientan y desde un vaporoso destello de luz se recorta una fantasmagórica figura de niño. Vale la pena preguntarse por el significado de esta imagen, pues si es cierto lo que sostiene este ensayo acerca de la desinencia mítica que adquiere la infancia al figurar el tiempo moderno, inquirir sobre ella es desentrañar una síntesis válida para nuestra hipótesis. En ese sentido, no solo se trata de la presencia espectral del pasado; o del relampagueante retorno de lo reprimido al instante presente a través de una visión inaudita del ayer, es, al mismo «tiempo», el ánima viva de lo inmanente. Esta cualidad paradojal consigue manifestarse a partir del infante concebido no como medio de un desarrollo ulterior, sino como fin en sí mismo; fulgurando abrasivo la soberanía de su signo. La ambivalencia inherente a este uso permite la tensión entre la apariencia fantasmal del pretérito y la potencia del porvenir conjugados en algo así como un movimiento helicoidal, que avanza volviendo sobre su propia forma.
Pronto Akira se diluye en un resplandor de energía que absorbe a Tetsuo y todo lo que encuentra a su paso. Justo antes de desintegrarse, la monstruosa masa recupera algo de sus rasgos humanos. Arrastrado al vórtice de la singularidad que comienza a destruir Neo Tokyo, Tetsuo gritará aterrado el nombre de su amigo; el último vínculo afectivo que mantiene con un mundo que está a punto de explotar. Kaneda, que ha mirado el terror en sus ojos, no duda en trasponer el estallido para adentrarse en la destructiva incandescencia que comienza a expandirse desde el estadio olímpico. Takachi lo sigue junto a los niños viejos con la intención de rescatarlo, consciente de que ese esfuerzo ya no les permitirá regresar.
Dentro de este espacio «otro», la (in)conciencia de Tetsuo y Akira existen indiferenciadas en un caos centelleante. Atrapado en este intenso fulgor, Kaneda viaja suspendido en un éter luminoso junto a los ingrávidos jirones de concreto que deja tras de sí la asolada ciudad, hasta internarse en portales que contienen los recuerdos de aquellos. La primera visión que se le presenta es un plano subjetivo de Tetsuo; subido en su moto. Ahí se mira a través de los ojos de su amigo mientras le enseña a tomar las curvas en la carretera. “¿Este es tu sueño?” pregunta, confundido ante la secuencia. De golpe es transportado a un episodio temprano. En él vuelve a ver a Tetsuo, está vez niño, recorrer asustado y triste, de la mano de un funcionario, los pasillos del orfanato el día de su llegada. Enseguida se precipita en una serie de escenas protagonizadas por el grupo de infantes de los ochenta. Recluidos en las instalaciones militares, los observa practicar experimentos telequinéticos supervisados por científicos que monitorean sus avances. En otro cuadro, reconoce a Akira recostado en una camilla al interior de uno de los módulos avanzados. Durante un intervalo, Kaneda vuelve a la singularidad. Diluidos en el resplandor, los niños viejos le hablan sobre los sucesos que se desencadenan a partir de ahora. Ahí, en mitad de la apoteosis distópica, el film se encarga de perfilar una rendija por donde asoma el horizonte utópico: “lo hemos llamado para que se lleve a Tetsuo con él (…) Tetsuo no podía controlar ese poder. Nosotros tampoco. Y tampoco Akira. Pero ahora es demasiado para poder controlarlo. Pero algún día podremos. Ya hemos dado el primer paso. Gracias a tu amiga…” [el destacado es mío] implicando no solo la posibilidad de una salida del orden dominante; sino también de un futuro femenino a través de la alusión al personaje de Kay.
Una última alucinación, lo conduce a un patio de juegos justo antes de conocer a Tetsuo. En el bebedero, se ve a sí mismo pequeño, con un hilo de sangre manándole de la nariz. Está devolviéndole un juguete que le han quitado a la fuerza los otros huérfanos. Ese primer encuentro, que define la amistad entre estos personajes, reverbera incansable en el tiempo, del mismo modo que el lazo que une al grupo de niños de hace treinta años. Tanto aquellos como estos, aparecen sometidos a un poder que dispone de sus destinos de manera mecánica y brutal. Es este recalcitrante síntoma inscrito en el transcurso del lapso temporal que distingue a la distopía como género, el punto donde converge el núcleo trágico que propone el film. La infancia sacrificada al Moloch de la mezquina metrópolis termina por destruir desde el subsuelo del estadio olímpico -levantado como símbolo grandilocuente de redención y triunfo-, los muros de su artificiosa y vacía fachada.
El infante que no habla -y tanto en el film como en el manga es un personaje que no pronuncia palabra- junto al adolescente, que solo quiere gritar, tienen sus psiques trenzadas en una danza de luz y destrucción. Perdidos en la cúspide del éxtasis ciberpunk, la imagen parece conjurar una nueva efigie del ángel de la historia. Una que se presenta con un rostro en el que la niñez y la juventud se funden en una mueca monstruosa contra los escombros de una civilización que se derrumba incesante a sus pies. Así, la magnitud mítica que adquiere el infante en el alma del imaginario moderno, se conjuga aquí con la potencia abisal de la figura del adolescente entendida como el punto más lejano de inflexión en la parábola que describe la niñez en su recorrido hacia la esfera adulta. Ese pasaje, en el que se traspasa el estupor del espacio primigenio, solo admite dos direcciones; una que avanza de frente por el camino trazado por el orden dominante, perpetuando su estructura jerárquica a través del cumplimiento del rito de paso, tal como el protagonista-heredero de Metrópolis -o como el personaje principal de la novela de formación, el género literario que retrata con desencanto y cinismo esa transición dentro de la tradición contemporánea- y, otra que repele con vehemencia el sendero trazado.
Esta última actitud, que conoce el miserable destino que la modernidad depara a los desposeídos, permeó el panorama social durante buena parte del siglo XX y lo que va del XXI. Por eso, pensar el papel que desempeñaron los movimientos estudiantiles en diversos frentes de acción contra hegemónicos, permite penetrar esta imagen en que niño y adolescente se amalgaman en una violenta deflagración que rechaza el futuro infantil, es decir, mudo y subordinado, que les reserva la ciudad. Ya sea en el sangriento mayo mexicano de fines de los sesenta, en las protestas del París insurrecto ese mismo año, o en la constante presencia del Zengakuren en la vida política nipona; ya en las calles del insumiso Hong Kong o en el Chile subversivo que adoptó las escaramuzas urbanas aprendidas a través de internet en el transcurso del agitado 2019 (armándose con cientos de lásers verdes que detuvieron el avance de la represión policial y en ocasiones lograron trepanar la humareda tóxica de los gases químicos para derribar drones de vigilancia); la presencia de esta fuerza proviene en gran parte de aquella juventud que se interpone, obstinada, en la agenda de regímenes plutócratas y autoritarios bañados por una delgadísima capa democrática.
En otra vuelta de tuerca, la imagen exegética de esta explosión del espacio se completa con un efecto correlativo en la noción de tiempo. En efecto, el relato unificado de una temporalidad no conflictiva y homogénea que apuntala a duras penas la narrativa hegemónica se desintegra de golpe con los muros de la ciudad distópica. Esta estética que despersonaliza a sus protagonistas en un reluctante cataclismo figura la intensa tesitura del instante revolucionario; un fenómeno que rebasa el cálculo del esquema y solo es representable a través del lenguaje alucinado del mito.
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Antes de ser aplastado en su laboratorio por la explosión, el científico exclama perplejo ante los últimos resultados que arroja la máquina de medición de energía: “es como el nacimiento de un universo”. Este violento Big Bang articula un instante poético de muerte y renovación. Numinoso, intempestivo, y concreto, cabe leer en él un conjunto de imágenes que enhebran la figura del infante por el ojo de la crisis social, para tejer la arpillera magnífica, feroz y mítica, del estallido revolucionario.
De fondo “Réquiem”, el último corte de la banda sonora de la película, pulsa sintetizadores siniestros que corren a contrapelo de una percusión de instrumentos hechos con cañas de bambú, cuya progresión se abre paulatinamente a un coro de sacerdotes extáticos. La singularidad arrasa la ciudad, pulverizando el metal y el hormigón al más mínimo contacto con su luz. Todo lo sólido se desvanece en una sublime incandescencia. Este instante absoluto, imagina el fin de la separación de los seres a través de la disolución de Akira, Tetsuo y los niños viejos, en una sola energía. Por eso es que en términos filosóficos se trata de una imagen que reniega la síntesis y se desplaza más bien hacia la experiencia desbordada de lo sagrado. Intuida desde ángulos seculares, este espacio de resonancias caóticas, transgrede todo sentido de lo definido, sometiendo a una catastrófica implosión la autosuficiencia que sostiene la noción de individuo. Abriéndose con fuerza al vértigo inaprensible de lo inacabado, la imagen se precipita así a un cosmos abisal donde la alteridad expresa el trágico torrente que la empuja más allá de la sosegada apariencia de la forma. Tal como indica Natalia Lorio en el excelente estudio que dedica al pensamiento de George Bataille (uno de los autores que continuó recorriendo los filones abiertos por Nietzsche y con quien este ensayo sostiene subterráneas sintonías):
«Lo sagrado ya es lo otro, lo otro del pensamiento, lo otro de los sujetos, lo otro del orden social que debe ser mantenido. Lo sagrado es lo otro de la separación y la distancia. Al punto que “El mundo sagrado es un mundo de comunicación o de contagio, donde nada está separado, donde precisamente es necesario un esfuerzo para oponerse a la fusión indefinida».
De algún modo, esta entrada a lo sagrado implica la violencia. Para el francés, que escribe en la encrucijada entre literatura, surrealismo, filosofía y sociología, el sacrificio ilustra las nociones de gasto y pérdida en contraposición a la economía de producción que impera en el mundo profano. Estas señas dotan lo improductivo de un cariz que escapa al valor de la utilidad y propician el surgimiento de una: “singularidad de lo que se “produce para perderse, para gastarse”. De allí que Bataille señale su cercanía con la poesía, siendo ésta la expresión de un estado de pérdida o “creación por medio de la pérdida. Su sentido es entonces cercano al del sacrificio”. De manera que, la violencia significada en el rito, convierte al sacrificio en un vehículo que comunica la dilapidación, el sufrimiento y la embriaguez, permitiendo divisar: “lo que comúnmente se halla desligado. Un pensamiento que es el reencuentro con ese punto donde el pensamiento se pierde. Comunicación y contagio de la conciencia de ser inacabado, de ser herida” . Aquello que se “ofrece” a la inaudita bastedad de la muerte –a la infinita finitud del instante- transita hacia la desorbitante presencia de lo sagrado, asumiendo un rol de intermediación entre dos ámbitos más que complementarios, disonantes. Tal como escribe Lorio cuando explica la influencia sociológica de Durkheim en el pensamiento de Bataille:
«Lo sagrado se presenta como algo de una naturaleza distinta, inasimilable frente a lo que se considera profano (y por contraposición homogéneo), donde la diferencia entre estos dos órdenes de lo social será radical, puesto que “las energías que actúan en el uno no son simplemente las que se encuentran en el otro pero acrecentadas; son de naturaleza distinta».
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Los pocos edificios que no fueron pulverizados por la explosión se hunden lentamente en la bahía. El cielo comienza a despejarse. Las trombas marinas se disipan en el fondo del plano mientras el océano recoge su oleaje desde las ruinas de la ciudad. Aquí y allá, el sol perfora los pesados nubarrones que cubren la metrópolis. En su punto máximo, la singularidad contrae su onda expansiva al tamaño de una nuez. Kaneda despierta, y recibe de rodillas entre sus manos una mota de luz que contiene el último resplandor de la energía liberada. Justo antes de que desaparezca, el joven aprieta ese universo cuántico contra su frente. Se trata de un cuadro animado de profunda significación religiosa (siempre y cuando el término retorne a su origen etimológico de “religar”). No es el heredero, sino el huérfano quien recibe el destello de la experiencia sagrada. En ella vibra un instante en el que un tiempo otro despunta y se consuma en la combustión de su propia poética:
«El tiempo catástrofe, tiempo que se manifiesta más bien como intensa rebelión contra la finitud, si bien la muerte es su horizonte. La experiencia de este tiempo catastrófico está atravesada por la posibilidad improbable de la comunicación (o lo que Bataille llama aquí la noche que reúne erotismo, poesía, fiesta, embriaguez, etc), es una experiencia de consumo, de destrucción, de pérdida, de sacrificio. Mientras que la salvación hace postergar la satisfacción del deseo, la dramatización de la escena de ese instante imposible al que estamos prometidos (o la muerte) es la liberación del tiempo de sus ataduras».
El 2019 de la distopía que dirige Otomo, termina con los personajes sobrevivientes alejándose del epicentro de la destrucción por la larga carretera que cruza la ciudad. Aplastada por los escombros, la increíble moto roja de Kaneda es dejada atrás junto a los restos de un mundo devastado. Un plano final vuelve al estallido. La refulgente fisión transporta despojos que avanzan en espiral hasta perderse en un interminable vórtice. De fondo, se oye una voz: “yo soy Tetsuo” dice, pronunciando algo así como una sentencia cartesiana, pero de honda profesión metafísica. La imagen se desvanece en una luz que incinera la visión ordinaria del tiempo. Lo vivo en lo muerto; lo finito en lo infinito. El peso del poema que cae y quiebra la placidez del poder. El crecimiento del infante en su disolución.
En el 2019 de un país latinoamericano sumido en la crisis social, la ciudad explota un día de mediados de octubre. El territorio estalla en una revuelta popular sin parangón en la memoria histórica reciente. Una masa indeterminada de personas, una inmensa marejada de ellas a decir verdad, abre la reja de sus casas y sale a ocupar las calles. Encienden enormes barricadas que arden hasta las primeras horas de la madrugada. Alrededor de esas piras los vecinos se pisan la sombra entre sí. Conversan en voz alta sobre esto que estalla. El aire se impregna al olor de palos y ramas quemadas. Las llamaradas crepitan y se alzan altas y espigadas, hasta calentarles las caras. En ocasiones se comete la imprudencia de intentar hablar sobre la herida. Por no llorar ríen; y lo hacen fuerte. Saquean supermercados construidos en el corazón de los barrios periféricos. Los celulares graban algunos ángulos de esta explosiva asonada que prende fuego a los símbolos del falso bienestar. Es el comienzo de un tráfico de archivos trepidante; breves registros audiovisuales viajan entre los millones de aparatos móviles de la población alzada. El país completo arde. Se puede decir que esta catástrofe: “es todo aquello que abarca un horizonte nocturno”, un pasaje directo a “la experiencia desgarrada”. Aquel “trance” dice Natalia Lorio, citando a Bataille, “es la revolución (…) el advenimiento y la conmoción de un “tiempo libre de toda cadena” .
Un último plano encuadra a una multitud de protestantes reunidos en la avenida principal. Desde el fondo los ilumina un crepúsculo que se derrama indulgente, casi dulce, sobre sus cabezas. Es imposible distinguir los rasgos de nadie a través del dorado nimbo que los envuelve; su resplandor revienta sobre los rostros hasta indiferenciarlos. Los rayos de la tarde se abren paso perpendiculares entre el humo de las barricadas: “este es el sol y ha venido a besarnos los labios”, escribe alguien frente a la implacable visión de las luces que estallan. En otro ángulo, un grupo de pirquineros pica las veredas afanados en la recolección de proyectiles de concreto con los que surten de municiones a las líneas de infantería. Bien pertrechadas, esas posiciones cargan contra el avance de las fuerzas antidisturbios hasta hacerlas retroceder. Nada mal, considerando los “104 mil cartuchos calibre 12, cada uno con una docena de perdigones” que disparó la policía durante las dos primeras semanas del estallido social (ACAB). Además de decenas de muertos -cadáveres carbonizados que quedaron sepultados bajo el derrumbe de grandes locales comerciales saqueados; no pocos de ellos asesinados por militares como advertencia sobre los costos de atacar la propiedad privada- ese breve periodo dejó un saldo de 126 víctimas con lesiones oculares graves a manos de la represión estatal.
Ahora, justo antes que la imagen se desvanezca en una partícula cósmica, oímos el rumor de una creciente música incidental. La ejecución marca un tempo estridente y es interpretada por un montón de manifestantes apoyados contra los enormes latones que cubren las obras abandonadas dentro del perímetro del estallido. Tum, tum, tum, repican los golpes sobre las fachadas falsas. Todo es tremendo bajo el cielo despejado de la asonada. Con las primeras estrellas, una tupida red de lásers verdes corona la infancia del pueblo. Es posible que más de alguien sonría bajo el llanto de las bombas lacrimógenas. El cuadro de texto final, escrito en una esquina que se quema con la euforia de la escena, bien podría decir: “Nada es más necesario y nada es más fuerte en nosotros que la revuelta. Ya no podemos amar nada, estimar nada, que tenga la marca de la sumisión”.
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