Margarita Bustos, Desde la herida, Santiago de Chile, Editorial Signo, 2022.
Gilda Luongo
“Una memoria puede ser voluntariosa, obstinada. Y sabemos lo que ocurre cuando hacemos esto. Nos acusan de ser quienes se interponen en la reconciliación. Creen que eres la persona que todavía no ha hecho lo que otras ya han hecho: superarlo; superarte, olvidarlo. Te conviertes en la herida abierta porque no dejas que se cure.”
Sara Ahmed, Vivir una vida feminista, p. 354
Desde de la herida, me interpela, me toca en el hombro para que me dé vuelta y vuelva a mirar, atenta, desde mi corazón taquicárdico Cuerpo a cuerpo con la herida. Soy la que se (re)vuelve a mirar/sentir con Desde la herida. No hay escapatoria a esta interpelación. Aunque me resista, vuelvo, porque está aquí a mi mano, a esta mano que sostiene su peso pesado. Margarita Bustos, la poeta y compañera feminista, me dona provocadora y subversiva este peso pesado. Me quedo, de este modo, asida al título que nombra esta materialidad libro, conjunto de poemas, provocadora de sentidos intensos, cuerpos-territorios, imágenes, lugares, escenas, en el eco multiplicado de nombres propios de mujeres. ¡Qué bien nombrarnos poéticamente! Gratitud a Margarita Bustos, por ello.
Me detengo minuciosa en este sintagma. Desde, esa preposición que condensa tiempo y espacio, una cronotopía que abre una polifonía posible y preciosa en el poemario. Imagino tiempos y lugares disímiles, sus desplazamientos: antes y después del golpe de Estado cívico militar del año 1973, en Chile. No, no es posible, desde mi lectura incardinada, obviar el antes. Porque incardino a esa muchacha, de origen proletario, nacida en pobreza, militante de las Juventudes Comunistas, secretaria política de la base Domingo Torres del Comité local Chacón Corona, del Regional San Miguel, creyente fiel en el proyecto socialista de la Unidad Popular. No es posible olvidar el antes. Un espacio-tiempo en blanco y negro que quedó impreso como horizonte precioso, atesorado, con un halo ético que puede ser solo imaginación poética hoy. Y aparece entonces el sustantivo enorme reverberado por la preposición, contenido en ella, multiplicado en ella, en ese espacio-tiempo: la herida. ¿Cómo duele la herida? ¿Cuánta sangre ha manado de ella? ¿Cuál es su sabor, su olor, su forma? ¿Cuáles los cuerpos que la cargan, la sostienen, la soportan, la intentan sanar? Entonces aparecen, en este poemario, los nombres propios preciosos de las mujeres transgresoras. Así las nombramos, nos nombramos, las feministas de hoy, las que aún hacemos memoria. Porque no éramos feministas, éramos las compañeras que subvertíamos el ordenamiento social desde las propias estructuras partidarias de raigambre patriarcal. Algunas sentíamos esta tensión en la piel, sin nombrarla; otras la silenciaban, genuflectas, ante el mandato hegemónico partidario. La cuestión de la diferencia de clase era el centro que nos movía. No había más. Transformaríamos esta sociedad injusta, excluyente, oligárquica, violenta y construiríamos una sociedad justa en la que hombres, mujeres y niñas/niños proletarios tendríamos un lugar para vivir en dignidad. Y entonces la poeta se da a la labor de nombrar a estas transgresoras a boca llena y al hacerlo les rinde homenaje a luchadoras singularizadas, que fueron detenidas, torturadas y asesinadas por los agentes encargados de extirpar el cáncer marxista. Y entonces, el ensañamiento brutal con estos cuerpos femeninos. Violencia política-sexual, decimos hoy las feministas, anhelando que sea tipificado como delito de lesa humanidad, en su especificidad[1]. No cabe duda, una trama ético-estético-política se despliega generosa desde el título de esta creación poética para remecernos una y otra vez.
Esta materialidad libro, por otro lado, nos provoca desde su portada y contraportada, con óleos de la artista plástica argentina, Alejandra Etcheberry. “Rostros”, es el nombre de esta creación. Perfil sobre perfil, en tonos ocre y rojos. La cara, el viso, esa parte anterior de la cabeza que es singular en cada una de nosotras, nos invita a hojear este texto. No hay dos rostros iguales. Cada una de nosotras porta características físicas que, de alguna manera, para siempre, avisan quienes estamos siendo. Mujeres en nuestras diferencias, habitar la casa de las diferencias, como señala Audre Lorde. Esta imagen definitiva es la puerta de entrada a la materialidad que se despliega en los signos poéticos que Margarita Bustos construye bella y memoriosamente.
El primer apartado poético del libro lleva por nombre “Memorias”. Sentipienso que el plural desinstala el lugar de una única memoria posible, una hegemónica, pienso, una oficial, una solo individual o una solo colectiva. Esta manera de sustantivar el territorio rememorativo introduce el lugar heterogéneo, dinámico, múltiple de los posibles ejercicios de memoria. Contramemoria, entonces, esa no oficial, minoritaria, de las cualquiera. Tantas memorias como sujetos, podría decir, tantas memorias como afectos, posicionamientos, selecciones de eventos, situaciones y personajes involucrados. Esa pluralidad me hace sentipensar en la propia autora como sujeto que hace materia sígnicopoética de la labor rememorativa. Margarita, puede no haber vivido los acontecimientos del pasado lejano que evoca, ni conocer de primera mano a las mujeres que nombra y sus luchas, referentes histórico-políticos; sin embargo es capaz de sentir cercana, cómplice en la distancia generacional y epocal, desde una subjetividad otra, que escucha, observa y palpa la herida y puede hacerla suya para ofrecer una zona de transformación posible.
Margarita cubre intensa este apartado con un intertexto de la poeta chilena Elvira Hernández. Este multiplica sentidos posibles, pero que a su vez sitúa, singulariza, dibuja un territorio y un tiempo precisos, el cronotopos otra vez. La Bandera de Chile fue escrito como poemario el año 1981. Texto que circuló clandestinamente como edición mimeografiada en los ochenta del siglo pasado, y fue publicado recién en el año 1991 en Buenos Aires. Elvira Hernández relata los avatares de esa publicación en una entrevista: es un texto que produjo después de estar detenida[2]. La Bandera no publicada en Chile, La Bandera en las precarias manos del MIR, La Bandera en las torturadoras manos de la CNI, La Bandera pegada en un muro de alguna universidad durante la dictadura. Trayecto que habla de La Bandera de Chile, incorporado a la presente lectura/escritura. Este escrito monta la aparición de un emblema repetido hasta el infinito en dictadura en el espacio de lo público. Esta representación emblemática de la nación aglutinada en un pedazo sígnico da lugar a la entrada del absurdo, aquel que como legado estético-filosófico (Jarry, Ionesco, Kafka, Beckett) desarma la razón y con ello descalabra lo racional humano. Hace ostensible el uso abusivo para representar la nación-estado-patriarcal-, salvada del marxismo y recuperada para lavar al pueblo de Chile de la mancha proletaria. Leo estos sentidos reverberando en las imágenes poéticas elaboradas por Margarita Bustos. Pero estas “memorias” del pasado lejano que se abren desde el epígrafe, se despliegan luego pegadas a una imagen fotográfica en blanco y negro, datada de mayo del año 2021. Pasado lejano y pasado reciente se pliegan sinuosos. En la imagen fotográfica aparece un muro cercano (en el pie de la foto dice “a una cuadra”) de la Plaza Dignidad en la que se leen pinturas y pintes que dicen: NO + IMPUNIDAD. La letra O del NO está intervenida con el dibujo de un ojo que alude a las mutilaciones padecidas por lxs manifestantes callejerxs, esa violencia aún impune. Además, se lee NI PERDÓN NI OLVIDO! Otros signos se dejan ver fragmentados en letra imprenta mayúscula: ANIMALES, PACO CULIAO, YUTA QLIA; también unos grafitis en signos ilegibles para mí. El fragmento de un par de árboles se ven al costado izquierdo de la imagen: una palmera y un arbolito joven, escuálido y muy feble; algo de pasto hirsuto se ofrece temeroso en medio de la tierra. Leo esta imagen de la Alameda de la ciudad de Santiago del 2019 como un guiño que nos hace la poeta para instalar el trabajo de memorias como un juego interminable de tiempos y lugares en su poemario. El pasado reciente se ilumina con ese pasado lejano y los ecos de sentidos posibles se pliegan y despliegan generosos. Ilumino este presente nuestro con estas reverberancias, no hay posibilidad de olvido, me digo, quedamos encandiladas, un tanto ciegas por esas luces encendidas en los muros de la ciudad de ayer y la de hoy, en los muros de este poemario.
Y entonces la “herida abierta” toma por asalto a la ciudad. Somos habitantes de esa herida en los territorios diurnos y nocturnos. Nos cubren los verbos que hacen algo con nosotras en este territorio cadavérico, herido: oír, aguzar inevitablemente el oído para saber de las cosas, esas cosas que vemos e imaginamos en el cotidiano habitar esta city. La herida mana, derrama palabras, como las de la fotografía, me digo, esa pizarra pública que no se muerde la lengua, la libera, me digo, nos libera inquietándonos una y otra vez.
Si la herida abierta pasea por la ciudad diurna y nocturna, pareciera que Chile entero, el territorio expandido, se cierra sobre sí mismo en el olvido. El intertexto, una canción bella de Violeta Parra e Isabel Parra, “Al centro de la injusticia», ilumina estos sentidos posibles. Uno de los versos de la canción dona el título para el poema. Si la canción elabora una entrada a este país entero intentando mapear su geografía territorial y social como denuncia de la injusticia, el poema de “Desde la herida” condensa la afirmación de “Chile limita al centro de la injusticia” entre mar, cordillera y bosques de la tierra. Allí, los múltiples habitantes de este territorio, compelidos por una fuerza sugerida como “bestia”, quedamos disgregados, separados, desunidos, dispersos. Y en este modo peligroso de habitar, la hablante del poema, nos advierte al predecir el olvido de la herida: “Ajenos a la herida olvidaremos los nombres de quienes/abrieron la herida.” (18)
Entonces, elucubro desde mi lectura de este apartado, que la herida toma cuerpo y palabra. Es necesario que así sea, es urgente para habitar y habitarnos de otra manera. La palabra poética, me digo, es propicia para ofrecer y donar el trabajo memorioso. Nada mejor en ese arrastre subjetivo, (para decirlo con Alicia Genovese, poeta argentina[3]). Y el cuerpo de las mujeres, -territorio-cuerpo/cuerpo territorio (para decirlo con las feministas comunitarias de Abya Yala)- puede, desde la intimidad sensible, como la nombra Julia Kristeva, volver a la herida para hacer justicia poética/memoriosa. Así, el mar salobre con su olor y sabor permite la búsqueda incansable de las y los desaparecidxs, como también el desierto, me digo y todo espacio marcado, las casas de tortura, los galpones o los disímiles centros de detención y tortura que coexisten silentes en barrios y comunas de este país que duele. La palabra poética pareciera encabritarse frente a la imposibilidad de que ella misma nombre aquello que los ojos han visto: muerte, mentira, miedo, ausencia de los cuerpos amados. No obstante, la persistencia de esta creación posibilita inevitablemente la emergencia de aquello silenciado, amordazado, obturado, secreto, no dicho. “La fidelidad al pasado es un deseo”, dice Paul Ricoeur en La memoria, la historia, el olvido. Y leo en ese deseo, en esa pulsión, la figura del hambre dicha como metáfora tremenda del apetito por habitar en la búsqueda y persistencia de decir a boca llena en los territorios citadinos, en los muros y en la página en blanco de la propia escritura poética el dolor de la herida una y otra vez: golpe-encierro-mordaza-desaparición. Desde el hambre, leo el reverberar inevitable en el pasado reciente y el presente del rojo y el negro rabiosos. Colores marcados por banderas de resistencia política partidaria, por cuerpos pintados, mutilados, manchados, ensangrentados. La emoción de la rabia coloreada de rojo y negro que sostuvo y sostiene las revueltas de ayer y de hoy: los nombres de lxs desaparecidxs, los cuerpos lanzados al mar, lxs mutiladxs y muertxs de hoy. La memoria persiste, insiste, ineluctable y el poema que cierra este apartado le rinde tributo en imágenes poderosas, por ella y para ella, me digo, este imaginario que no se rinde ante el olvido:
“falena farfulla lejos/acantiladas y azules/palabras en sus baúles/que solo el agua conoce/en su pronombre y el goce/ve cortezas de abedules.” (25)
El segundo apartado poético, “11 ayer y hoy”, se abre con palabras de Ana González de Recabarren, como epígrafe, mujer luchadora social que batalló por los derechos humanos hasta su muerte. Ana González supo del terror de la dictadura en carne y hueso. Vivió la detención y desparición de su pareja Manuel Recabarren, de sus hijos Luis Emilio Recabarren, Manuel “Mañungo” Recabarren, y de su nuera Nalvia Rosa Mena, embarazada de tres meses al momento de su desaparición. Pedro Lemebel en su crónica “A su linda risa le falta un color”, la dibuja: “Porque la Ana González de Recabarren era así, fresca y alegre con su risa de joven comunista arengando a los pobladores callampas a que se tomaran las casas nuevitas, recién hechas y destinadas, como siempre, a santiaguinos con ahorros.[…] Su risa de entonces le arqueaba las cejas, sonrojaba sus mejillas, y puedo verla sin la trizadura amarga que después del golpe de Estado le arrebató su mejor color”.[4]
Lucha, llanto, verdad y justicia son los lugares a los que alude Ana González en las palabras del epígrafe que Margarita Bustos selecciona para iniciar este apartado poético. El eco afectivo-ético-político de estas zonas caras al trabajo memorioso de las mujeres por los derechos humanos, cubre la elaboración poética de este apartado que tiene su centro en las figuras femeninas desplegadas como nombres propios, cuerpos-territorios en lucha por la justicia social: las transgresoras innombradas, desconocidas hoy. Y la imagen fotográfica otra vez, para hacernos ver: una baldosa por la memoria honra la existencia y la muerte de la militante del MIR, Eugenia Martínez Hernández, detenida y desaparecida por la dictadura cívico-militar, el 24 de octubre de 1974 en la fábrica textil Laban. El poema dedicado a Eugenia la dibuja muchacha en sus veinte, briosa y luchona, alumbra los posibles lugares de su detención: Venda Sexy, Cuatro Álamos, y la Operación Colombo o Caso de los 119 como montaje de la DINA otra vez. ¡Ni perdón, ni olvido! El muro de la calle Alameda resuena como grito en este poemario. Y Eugenia toma de la mano a Marta Ugarte. Nombre tan sonoro que tiene historia conocida, militancia, laboriosidad como educadora, secretaria de Mireya Baltra, integrante del Comité Central del Partido Comunista durante la Unidad Popular, detenida el 9 de septiembre de 1976 por la DINA y desaparecida para ser encontrada, al fin, en una playa del litoral, arrojada por las olas del mar generoso que la devolvió justiciero. El poema de Margarita Bustos le rinde tributo bello a esta mujer militante y elabora el hallazgo: “Marta lanzada al mar” (31); condensa el horror de su paso por el odio asesino: “Ya no quedan palabras/ balbuceos erizan la piel” (30). Y el cuerpo de Marta torturado y vejado para ser llorado “70 veces 7 océanos” (30). Marta habría pasado por Villa Grimaldi, Centro de Memoria hoy. Y junto a Marta, aparece María Cristina López Stewart: “todo en ella era miel/amplificando su fuerza”, dice el poema para que imaginemos otra vez, su figura de muchacha en su ausencia/presencia, “la memoria fragmentada entre ejercicios de aire”. Muchacha en sus veinte, como Eugenia, estudiante de Historia y geografía en la Universidad de Chile, militante del MIR, forma parte de los 119 de la Operación Colombo. Un año antes de las muertes de María Cristina y de Eugenia, en noviembre de 1974, Lumi Videla aparece en la Embajada de Italia. El poema la dibuja en medio del terror y del olvido junto a otros nombres, lxs de tantos. No había tregua en esos tiempos de la bota civil y milica asesina impune. “El terrorismo íntimo del estado chilensis”(34), dice uno de los versos del poema que rinde tributo a Lumi; “Desde el jardín instalan pánico bajo la piel” (34). Ningún espacio escapaba a esa voracidad de muerte del régimen dictatorial. El poema que acoge la memoria de Gloria Lagos Nilsson, el último nombre propio desaparecido, dibuja un paisaje en movimiento y en él la búsqueda. La muchacha embarazada de tres meses detenida el año 1974, no regresará más. Esa ausencia se hace presencia: “busca el silencio que habita los pasos extintos/buscamos” (36).
En estas ausencias/presencias de mujeres políticas transgresoras siento el pulso de lo que Paul Ricoeur nombra bellamente como “memoria feliz”: cuando la imagen poética completa el trabajo de duelo, ese camino obligado de la labor de recuerdo (106)[5]. Una posibilidad de lo posible para decirlo con Sara Ahmed, para sostenernos en vilo. La memoria feliz construye lo ostensible en ese trabajo evocador inevitable. Aparecen las mujeres detenidas desaparecidas y puedo decir, podemos decir: ¡son ellas!, son sus existencias de mujeres transgresoras, las que se involucraron en un proyecto político porque era imposible no hacerlo en esos tiempos álgidos, cuando lo social y su transformación radical constituía un llamado perentorio. Sí, ¡son ellas! Y gracias a esta labor poética memoriosa de Margarita Bustos podemos reconocerlas, hacer nuestras sus experiencias de manera cómplice, amorosa y atesorar su entrega luchona vital, imprescindible.
La poeta Margarita Bustos, cierra este apartado con la figura de Fabiola Campillay, en un poema que en el mismo tono anterior, le rinde tributo a la mujer que quedó viva, luchadora que fue cegada por la violencia policial durante la revuelta social del año 2019. Sus imágenes recuperan la luz y la oscuridad, las tonalidades posibles cubren la figura y su presencia. En “Campillay” el cuerpo es presencia ancha y la ausencia lo es de luz, sin embargo, esta pareciera suplirse con el regreso poderoso de la corporalidad femenina iluminada: “Siempre regresas como la luz que conociste/ y le arrebataron a tus pupilas” (38). El ímpetu memorioso de la poeta construye un movimiento sinuoso, interminable: del pasado lejano al pasado reciente y ambos al presente.
El tercer apartado del libro titulado “Plegarias desde la (her)ida”, construye un diálogo ancho de sentidos que va desde la palabra “libertad” de la canción del epígrafe, a la fotografía, esta vez en color, de una imagen de la calle Alameda, frente a la Biblioteca Nacional, en la revuelta del mes de octubre-noviembre del 2019. Un lienzo de fondo rojo, de dimensiones enormes copa la foto y en él el escrito fulgurante en letras blancas: “LA POESÍA ESTÁ EN LA KALLE”. Es esta libertad la que la poeta callejera asume para construir el poemario completo me digo. Y esa libertad se desata en este último apartado.
El tono poético se vuelve irónico y paródico. Sus figuras se levantan a partir del discurso religioso-cristiano que invertido y deconstruido, parodiado en su sacralidad fervorosa, provoca un descalabro de aquello que constituye en Occidente la supuesta única salvaguarda de la fe. Me digo, desde mi lectura, siguiendo a Julia Kristeva[6], si la plegaria lo es del corazón, un recogimiento que permite restaurar la unión con la divinidad y transfigura de este modo al hombre y la naturaleza, estas plegarias subvierten el modo tradicional y normativo para restaurar. Lo religioso y su ordenamiento consabido quedan en suspenso para atisbar otro tipo de restauración de esta sociedad: lo femenino sagrado posible que inste a construir un vínculo distinto con lo humano y la naturaleza. Pareciera que los últimos versos del poema final abren esa posibilidad de lo posible (Sara Ahmed): “Ahora y en la hora de nuestra vida consciente/ las voces de las diosas han despertado” (46). Lo sagrado conectado a las “diosas” que han despertado incuban el cambio radical y la transformación del descalabro civilizatorio en que estamos hoy. Pienso en la preciosa escritora, poeta y feminista Adrienne Rich, en su texto “Cuando las muertas despertamos: escribir como re-visión”[7]. Allí la escritora feminista y lesbiana, aborda su propia experiencia de llegada a la escritura. Pienso en esta relación que imagino entre “diosas y escritoras feministas” que abre un espacio de indagación para seguir, incansables, haciéndonos preguntas, desde nuestra intimidad sensible de mujeres feministas, en el anhelo e ímpetu de transformación radical de una sociedad capitalista, androcéntrica y patriarcal que ha demostrado que como sistema, nunca ha podido sostener la vida buena, el buen vivir.
[1] Las compañeras feministas del colectivo “Mujeres sobrevivientes siempre resistentes” han dado una lucha tenaz y radical para denunciar la violencia política-sexual de ayer y de hoy.
[2] Ver: Gilda Luongo, “Memoria, escritura poética y diferencia sexual: dos poetas chilenas” en Paso de Pasajes, Tiempo Robado Editoras, Santiago de Chile, p, 150.
[3] Alicia Genovese, Leer poesía. Lo leve, lo grave, lo opaco. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2011.
[4] Ver: Gilda Luongo, En carne y hueso. Mujeres en crónicas de Pedro Lemebel. Crítica feminista. Santiago de Chile, Ediciones Libros del Cardo, p.235-236.
[5] Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, p 106.
[6] Ver: Catherine Clement y Julia Kristeva, Lo femenino y lo sagrado, Madrid, Ediciones Cátedra, 2000.
[7] Adrienne Rich, “Cuando las muertas despertamos: escribir como re-visión” en Sobre mentiras secretos y silencios, Barcelona, Icaria Editorial, 1983, pp.45-67.
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