Los viejos las quieren mentidas,
los niños las piden ciertas.
Todos quieren oír la historia mía
que en mi lengua viva está muerta.
Busco alguna que la recuerde,
hoja por hoja, hebra por hebra.
Le presto mi aliento, le doy mi marcha
por si al oírla me la despierta.
Extracto de La contadora.

En las últimas semanas el ánimo se ha crispado entre polémicas y señalizaciones por la conmemoración de los ochenta años del Nobel otorgado en 1945 a Gabriela Mistral. Y, que no se nos olvide, recibido antes del Premio Nacional de Literatura (1951) y el derecho de las mujeres a votar por presidente (1949).
Primero vino el escándalo porque se la nombre como lesbiana. Dijeron que esa sola palabra interrumpe la posibilidad de su reconocimiento transversal. Como si le quitara fuerza o distrajera el sentido de su legado, cuando pareciera que ocurre todo lo contrario. La misma Mistral que muchas leímos con tedio en el colegio, la autora de rondas bucólicas y ese semblante tan serio, hoy parece ser, para muchas lectoras y futuros lectores, algo muy distinto. Bien sé que generaciones previas la tuvieron incluso más difícil cuando la dictadura intentó consolidar esa imagen parca y severa rebautizando con su nombre la Editora Nacional Quimantú poco antes de cerrarla, o cuando pretendieron secuestrar su obra con el Decreto Ley 2560 de 1979, que expropiaba sus derechos de autor. Cada vez está más lejos la figura gris de una mujer con traje de dos piezas que escribe concentrada, y más cerca la Gabriela llena de risa y picardía que circula en redes sociales. Viajera, pública, política, esotérica, moderna y, a la vez, rural. Y no es que deje de ser, además, aquella autora colosal y grave, pero es también y sobre todo muchísimo más que eso. Más compleja, intrincada y problemática, tan grandiosa como incorregible. No tenemos por qué ponernos de acuerdo en qué faceta será la que cada quien saque a relucir en este año de efeméride nacional; corrijo, continental.

Pero no faltan los nostálgicos del sepia. Poco deberían extrañarnos los gritos al cielo de grupos conservadores escandalizados –cual si fuera el inicio de los noventa– por la presencia de quienes no transitan la vía única de la heterosexualidad obligatoria. Un pánico moral propio de la restauración conservadora que atravesamos, extendido bastante más allá de los sectores de derecha. Aludir a Mistral y su amor por otras mujeres, les resultaba bochornoso, menor o como le gusta decir a algunos, un gustito identitario. Me pareció lamentable ver a algunas autoridades negar estos “énfasis” a pesar de ser una oportunidad perfecta para insistir en la importancia de referentes públicos LGBTIQ+ que amplifiquen el interés de nuevas generaciones por leer y también por escribir. Podría extenderme sobre este punto, pero en realidad me parece que ya otras lo han hecho de forma elocuente como María José Cumplido en su carta al editor de El Mercurio o la misma Gabriela, con esa cuña maravillosa en el frontis del GAM acompañada de una foto donde la vemos junto a Doris Dana, y que felizmente se resguarda en la Biblioteca Nacional: “De nada podemos estar más orgullosos que de la independencia de nuestro corazón” (El Coquimbo, 1907). Considero que el encuentro con esa verdad tan monumental como la gigantografía que cubre la sede de la UNCTAD III es suficiente para marcar el punto.
Más bien quisiera detenerme en otro asunto, menos grave si se quiere, pero más cercano e incluso preocupante. Me refiero a cierto desdén en círculos culturales respecto a la idea de que Mistral se vuelva una moda. Pareciera que este devenir afiche, meme, chapita y fotocopia no está a la altura de los medios autorizados para acceder a su obra. Y tengo que decirlo desde ya: a mí me encanta la moda mistraliana. Me parece maravilloso que su imagen pueda ser pegada en el dormitorio de adolescentes, pintada en el muro de un liceo, llevada como polera o compartida en redes. No imagino mejor homenaje a su vocación de profesora y diplomática que verla multiplicarse en salas de clases y stickers punk en el baño de un bar. No es que crea que ella quedaría encantada con todas estas representaciones. Seguramente algunas le parecerían un exceso y otras una lata. No se trata de eso, sino de algo que, diría, nos cuesta asimilar. Podemos –y debemos– disputar el sentido común y ganar las batallas de la cultura de masas. Que una autora como ella sea (¡al fin!) reconocida, compartida y debatida en boca de todo un país por toda la trama de vida y obra que la llevaron a ser lo que fue, es algo que debiese llenarnos de entusiasmo, no de desconfianza. El carácter efímero de la moda, más que alejarnos, nos debe alertar de la necesidad de entrar de lleno a colmar esta apertura temporal. Mi punto entonces es que toda entrada es una posibilidad sensible en un país donde tanto el gusto por la lectura como su comprensión están en crisis. Hoy resulta indispensable renunciar al refugio de los nichos intelectuales y afirmar la necesidad de leerla, cualquiera sea la excusa. Sin juzgar la razón, abrazar cada una de las vías juveniles, populares e improbables que acercan su obra.

Sin duda este año en todas las casas se harán tareas escolares sobre Mistral. Quizás cuántos ensayos trasnochados se escribirán, cuántas obras de teatro, cuántos diarios murales, portadas, antologías, reportajes televisivos, festivales de música y discursos institucionales. Los nudos de esta conmemoración nos seguirán acompañando, porque no podemos dejar de hablar y hasta discutir sobre esto en la sobremesa del domingo. Enhorabuena, un país que en medio de todo vuelve a encontrarse con eso que es mucho más que una frase postal: esa condición inefable, un poco absurda, y muchas veces insoportable de ser un país de poetas. Cada vez que lo decimos hay algo que se estremece en el sedimento profundo que solo así me permito llamar nacional, porque no es cuestión de esencias, ni tampoco de banderas.
Entonces sí, que se abran las Alamedas hacia Gabriela Mistral por moda, por lesbiana, por pesada, por poeta, incluso por fumadora, por maestra y pacifista, por amante de animales, incluso para coquetear por chat. Da igual, se la está leyendo. Y mientras más sean las recién llegadas que persigan sus poemas en Internet, nuestra tarea será sostener ese impulso y no permitir que otros les corten la corriente.
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