Creo que me topé por primera vez con las investigaciones de Charles Mann en 2013 o 2014, cuando llevaba ya un par de años impartiendo algunos cursos para estudiantes de Arqueología. Podría decir que fue por entusiasmo o por casualidad, no lo sé. Lo que sí sé, es que el título me cautivó, 1491: Una nueva historia de las Américas antes de Colón. A las pocas páginas descubrí que las pretensiones de Mann eran algo diferentes a las mías, que no buscaban más que imaginar la cotidianidad de un Tenochtitlán que transformaba las ficciones de Moro y Campanella en narraciones provincianas. Lo de Mann era algo un poco más serio.
Cuando Gonzalo Sotomayor, Rubén Stehberg y Juan Carlos Cerda publicaron Mapocho incaico norte también tenían pretensiones diferentes: eran pretensiones científicas, arqueológicas. Las mías, algo más infantiles: fantasear con la idea de transformar la ciudad de Santiago en la ciudad de Mapocho−Maipo, hacer de toda historia de Santiago un relato parcial, tendencioso, inconcluso, deliberadamente insensato; hacer de los relatos de Vicuña Mackenna y René León Echaiz causas de disculpas ceremoniales.
Con el último libro de Douglas Preston sucede algo similar. La Ciudad Perdida del Dios Mono es un relato periodístico que tiene tantos comienzos como narraciones paralelas posibles. Desde las cartas de Hernán Cortés a su Rey hasta las expediciones contemporáneas apropiadas por la institucionalización del discurso del presidente Juan Orlando Hernández, la Ciudad Blanca ha fascinado al imaginario colonial occidental constituyendo una red global de fantasías y pasiones en cuyas fronteras se cruzan el Reino de Saba, la Ciudad de los Césares, El Dorado, la Atlántida, los mitos originarios retrospectivos mormones e incluso algunas noches del Corán. En este imaginario los desiertos del Magreb y los cementerios del Máshreq están a sólo unos cuantos dólares de distancia del Mayab o Hisarlik. Las distancias globales se contraen en los viajes del romanticismo capitalista, desde Julio Verne popularizando las bananas en La vuelta al mundo en ochenta días hasta los viajes en aeroplanos monomotor de André Malreaux, todo en un entramado en el que nadie reconoce bien los márgenes del caprichoso sistema de referencias europeo.
Las bananas, decía Julio Verne, son una fruta “tan sana como el pan, y tan suculenta como la crema”. Eso lo dijo Verne en 1872, sin pretender que tras su relato se fundaría la United Fruit Company, sin pretender que sin la Compañía los discursos de Fidel habrían sido algo diferentes, sin pretender que sin la Compañía quizás habría que reescribir Cien años de soledad en un presente paralelo. La Ciudad Blanca, «perdida» en el Mayab no es diferente. Viajeros, delincuentes comunes, narcotraficantes, arqueólogos y periodistas circulando en la Mosquitia hondureña desconociendo los alcances de un recorrido infinito. Las expediciones al Mayab recuerdan las puertas del infierno, ese corazón de las tinieblas de uno, dos, tres o cientos de Mistah Kurtz delirantes. La narración del largo recorrido y del amplio entramado de azares y decisiones políticas, económicas, ideológicas, académicas que trascienden por mucho las pretensiones formales de cientificidad en la investigación arqueológica es el logro indudable del relato propuesto por Preston.
Sin embargo, hay también en el relato una pretensión de objetividad ascendente, como si el fantasma de Heinrich Schliemann destrozando capas civilizatorias buscando Troya sólo descansara en un capítulo final escrito entre la precisión metodológica y la tecnología del liar satelital. La insistencia en la descripción y experiencias «exploratorias» en «tierras vírgenes» recuerda las dimensiones del «descubrimiento» como forma de conquista, a la vez que contradice el entusiasmo y el asombro de las misiones al enfrentar la existencia de la complejidad urbana del Mayab, que de virgen no tiene más que la caracterización de Douglas Preston. Por supuesto, la contradicción nunca ha quitado méritos.
Los primeros capítulos de La Ciudad Perdida del Dios Mono parecen una síntesis de crónicas de saqueadores y aventureros, de self−made men ansiosos por dejar una huella en la historia antes que imaginar un pasado de curso diferente. Freud sostenía que una de las características psíquicas del sujeto neurótico estaba en la búsqueda insaciable de un objeto incógnito: el neurótico, decía Freud, nunca estaba al tanto de haber encontrado lo que por tanto tiempo había buscado. Dudas no resueltas que empujan al sujeto a una búsqueda sin fin que bien podría traducirse en la invención de sentidos para continuar una aventura existencial que de otra forma decantaría en un insoportable y total fracaso de vivir. Claro que esto último, el tango como narración en cursiva, no es algo que le haya preocupado a Freud. El neurótico vive en el flagelo de una casi ausente tolerancia al fracaso. Algo de esto hay en el trabajo de Preston y su denuncia de las exploraciones de aventureros europeos y estadounidenses que hicieron de la Ciudad Blanca a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX un objeto de consumo cultural patológico, neurótico.
Es esta neurosis y la ansiedad que supone tener siempre algo que decir. Cómo era posible que existieran espacios vacíos en un mundo globalizado que se las había ingeniado para conquistar los desiertos y el río Congo. Cómo era posible ya avanzado el siglo XXI que esa vieja señora doblegada hace siglos se las arreglara para esconder y alejar un preciado tesoro arqueológico de las manos de la ciencia, el turismo, los museos y los documentales. La naturaleza purga en el relato de Preston, insinuando a momentos, quizás inconscientemente, que para los navegantes de este Congo el follaje y las culturas del Mayab se mezclan y confunden para condenar a todos los Lope de Aguirre que Herzog osara filmar.
La neurosis, la ansiedad, el colonialismo y los negocios, son los motivos de un «descubrimiento» esquizofrénica y magníficamente descrito por Preston. Esquizofrenia narrativa por el descubrimiento que corta el relato en dos, dos veces. Encontrar la Ciudad Blanca bajo el follaje corta la buena conciencia protestante de Preston y los exploradores, no hay muertos, no hay desastres, no hay derrumbes, y “[…] si no fue a causa de la invasión o conquista española” que migraron las culturas del Mayab, “¿por qué abandonaron la ciudad y el resto de la Mosquitia?”. ¿No sería más fácil relatar residuos de mosquetes? Descubrir ruinas es una fantasía, descubrir la proyección de la neurosis intacta, oculta, es un problema, y es aquí donde la buena conciencia protestante se vuelca otra vez: “El depósito organizado sugería que los últimos habitantes simplemente dejaron su hogar selvático para ir a lugares desconocidos, por razones desconocidas. Para encontrar la respuesta a esos misterios tenemos que volver a la leyenda, y la maldición, de la Ciudad Blanca”.
De aquí en más, hasta la última página de su relato, Preston propone un ejercicio de análisis bacteriológico de las enfermedades transmitidas por los insectos de Mayab hondureño con la pretensión de precisar razones de salubridad como causa de una migración masiva en el siglo XVI. La argumentación es coherente, consistente e incluso convincente, sin embargo, repite la pulsión colonial de todo bourgeois gentilhomme, transformando el relato en un largo episodio clínico que a momentos se confunde con una pretensión de biopolítica precolombina.
Sin embargo, quizás (y sólo quizás) el problema sea completamente diferente. Quizás las ciudades del Mayab se «pierden», se «esconden» bajo el follaje hondureño para no formar parte del circuito arqueológico de la Museumsinsel de Berlín en las riberas del Spree, resistiéndose a compartir la suerte de Pérgamo y los frescos fenicios. Quizás, sólo quizás, el olvido es una forma esquiva y paradójica de huella mnémica que se resiste a la historia universal de Kant, Herder y Hegel, a la historia universal de arqueólogos y antropólogos. No se trata del Dios−Cortés quemando Sodoma−Tenochtitlán, sino de un nudo espacio−temporal en que el Mayab recuerda a los rusos dispersándose y quemando Moscú para no concederle a Napoleón el placer de la conquista. Como si la huella mnémica inconsciente del Mayab se la debiéramos al Bosco también. Al menos, es lo que me gusta imaginar.
*Imagen fragmentada de la portada del libro
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