“Toda la grasa del mar que la tiene y lo hace luciente entre en
ella y deja a los peces flacos siempre, fantásticamente
aguzados, y la ballena, para que se lo perdonen, se queja cada
día de su grasa, pero no es verdad que quiera enflaquecer.
Hasta que le oyen los balleneros en su barca, la pinchan con
el arpón, la alzan como la Gran Pirámide, encima del mar,
asustado de lo que en ella hizo, la ponen en la arena y la
abren en tajos de blancura.
Entonces ella que es mujer, pide ir a la cocina de las mujeres,
en frascos de porcelana blanca, y descansar del océano que
tanto la ha ajetreado”
Gabriela Mistral (1934)
Le dicen morsa en el colegio. La ven como una mamífera salvaje nadando en los mares antárticos. En estos paisajes no hay chanchas ni cerdas, en el imaginario social se avizoran mamíferos acuáticos que se posan en los suelos antárticos. La insultan sus compañeros por su cuerpa gorda, arropada en un buzo escolar. La amedrentan cotidianamente. Su madre vive con un chileno que es pescador magallánico y que ahora es su padrastro. Un hombre ya mayor.
No le gusta que salga tarde de casa, me dice.
Vive hace casi tres años en esta ciudad de vientos gélidos erigida a las orillas de lagos de aguas glaciares. Viene desde Colombia. Cantamos Tengo calor en la chocha en el viaje de regreso de Cerro Castillo, un poblado rodeado de cóndores, donde el viento corre tan fuerte que debes guarecerte para no sufrir con golpes de las ráfagas. El Estado de Chile construye muros de cuatro metros de altura para evitar que las rachas de viento destruyan las ventanas y los techos del poblado donde una escultura de yegua suelta da la bienvenida. Este pequeño poblado queda en camino a las Torres del Paine, la imagen predilecta de la Patagonia para ojos extranjeros. A pesar de la cercanía, muchas de las niñas que viven en Puerto Natales no conocen las Torres del Paine, para visitarlas hay que tener dinero y un tiempo que no sobran en estas gélidas zonas; todo esto mientras ella espera irse fuera de la ciudad, irse a vivir a Santiago donde podría inmigrar su padre desde la Argentina.
La violencia que se reproduce en esta ciudad se desborda, la violencia que viven los cuerpos feminizados. La presidenta de la junta de vecinos fuma en la mesa de su oficina, el calor de la calefacción hace sentir un calor que quema. Afuera llueve. La presidenta de la junta de vecinos de Puerto Natales denuncia al Seremi de Vivienda por su pinochetismo exacerbado, por su indolencia que produce que un grupo de familias lleve más de diez años esperando una casa donde vivir. Los pobres de Natales sufren con sus cañerías que se destruyen, por quedarse sin agua; los natalinos sufren el dolor de no tener calefacción en buena calidad.
Mistral consideró que era una forma de expatriarla cuando la enviaron a reorganizar el Liceo de Niñas de Punta Arenas en lo que llamaría “país de la noche más larga”. Magallanes era para Gabriela Mistral una tierra contradictoria, caracterizada por la dulzura y la desolación. “El viento no tolera en su reinado patagón sino la humillación inacabable de la hierba; su guerra con cuanto se levanta deseando prosperar en el aire es guerra ganada; sólo se resisten la ciudad bien nombrada del navegante y las aldeas de pescadores, refugiadas en el fondo de los fiordos”1. Aún vemos esa desolación, ahora interrumpida por toneladas de turistas que viajan hasta estas zonas glaciares. Escribir desde las extremidades del continente conmovió a esta escritora y educadora que trabajó para que las mujeres accedieran a la educación y que al mismo tiempo celebraba el aporte de los inmigrantes europeos en la modernización del país. Dice respecto a las razas en cruce:
“… comienza a crearse en Magallanes un Chile a lo nórdico, con población trabajadora que bien come, bien se aloja y bien vive. El tipo chileno, que es vigoroso, pero no bello, parece aupado por la sangre alemana y la yugoslava, y los deportes más hermosos, que son los que rige la nieve, ponen en ese cuerpo nuevo algo de alerta y de clásico que no tiene el cuerpo tieso y pesado del centro”2.
Yeni es una estudiante de 15 años, es colombiana.
“Mi tía tuvo que irse de Chile, porque no tenía los papeles. Era prostituta y lesbiana. Las nuevas políticas migratorias la consideraron ilegal y tuvo que irse del país porque ya no tenía los papeles para residir en Chile. Muchos de sus familiares han tenido que irse del país. Mi padrastro me dice que soy muy niña, que no puedo salir tan tarde de casa”.
Yeni tiene un ex, de 19 años. Le dice que terminaron, pero el hombre no entiende. Se pinta sus labios rojos condensando su caribe austral en su boca. Su padrastro es un hombre chileno viudo varios años mayor que su madre, las familias comienzan a transformarse interracialmente en estos territorios donde todos parecen conocerse, donde muchos ansían el calor del cuerpo caribeño para soportar la tempestad que significa vivir en estas extremidades. Pero él le dice que no la quiere perder, que no la quiere dejar. Yeni no conoce a muchas personas de su entorno en Puerto Natales. El frío le ha generado heridas en sus manos. A Yeni le dicen que se hace la «mosquita muerta» en el liceo, le dicen morsa porque es gorda, le dicen gorila porque es morena. Ella no entendía a qué se referían sus compañeras con esta palabra, por qué la trataban así. Una compañera de su curso hace algunos días atrás tomó su mano por debajo de la mesa con mucho cariño. La camioncita austral declaró su amor a una estudiante inmigrante, le dice que le gusta a Yeni. Pero a Yeni no le gustan las mujeres (todavía).
Yeni no conoce las Torres del Paine, no ha escalado el Cerro Dorotea, no conoce los glaciares, vive hace seis años en Chile y a diferencia de todos los turistas que circulan ella no ha podido visitar estas «maravillas» de la naturaleza, como lo ha bautizado el ecoturismo que nos recuerda que las miradas turísticas son una nueva forma de reproducción del colonialismo en estos territorios. Las banderas que flamean en la Patagonia siempre se están deshaciendo, rompiéndose en tiritas, poco a poco, el frío arrasa con sus colores. La patria se deshace, es el fin.
Aquí es donde vienen a vivir los cóndores, aves carroñeras, que esperan que algún cordero muera a causa del frío. El cóndor nos mira, me pienso como su presa al borde del precipicio, nos observa en un vuelo que proyecta un círculo en el cielo. El escudo de Chile tiene un cóndor, es el ave nacional. El cóndor nos mira, nos vigila, sus alas suenan al planear contra el viento, cuidan a sus crías, las echan a volar. Descubrimos que el cóndor que hay en el escudo es un macho y no una hembra, pensamos en el patriarcado que se expresa en los símbolos nacionalistas, ya que tiene un cuello blanco que lo recorre en su oscuridad abismal. La cóndor es de un color más café y no posee ese collar blanco en su frente, es más pequeña a veces ¿Dónde está la hembra cóndor en el escudo nacional? Los cóndores no pueden volar inmediatamente después de comer, les pesa la cuerpa, se pueden caer por este acantilado.
Pensamos en nuestras extremidades. En caerse por este cerro. Los árboles están cubiertos de musgos, que se transforman en helechos. Es como si un pasto creciera no en el suelo, sino desde el tronco de los árboles que resisten al viento patagón. Escucho cada gota que cae a la tierra cubierta de vegetación, mi mirada se camufla con cada color de la iris. Nos extraviamos en los bosques patagones. Pequeños helechos cubren como un pelaje verde flúor los troncos de los bosques patagones. Es fácil perderse y extraviarse en este bosque.
Los árboles parecen personajes del paisaje, han resistido años en la Patagonia, se abrazan entre sí. Camino con mis extremidades, nos permiten tomar el contacto con los paisajes. Las extremidades nos hacen tomar distancia. Moverse en las extremidades del pensamiento y un continente es moverse entre los abismos, crear nuevas estrategias para moverte en un terreno extremo. Las extremidades del cuerpo ayudan a no caerse en estos territorios.
Imagen: pintura de Débora Arango
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