La noche del sábado 4 de enero de 2024, nos reunimos en Casa Taller Teatro Sur para celebrar los primeros diez años de vida de nuestra revista. Fue una fiesta donde hubo lecturas, música, performance, llanto, bailes y risa. Agradecemos a todes quienes llegaron hasta Barrio Yungay para acompañarnos y dejarnos sus buenos deseos. Esta revista no existiría sin ustedes. Este es el texto colectivo que preparamos para marcar esta década y que leímos coralmente ese día.
Y leo revistas en la tempestad.
Oficialmente, el tango de Gardel dice “veinte años no es nada”. Otra canción dice que son quince, son veinte, son treinta, que no importa los años que tienes: es el tiempo el que no se detiene. En este caso son diez años de derrape y curvas cerradas. De embarrados barrancos y empinadas laderas, pero también de apariciones de ajolotes y aleteos de mariposas naranjas con venas negras acompañando el derrotero. De cantar curados y meter los pies en el mar, de salir a la calle a creer en la razón colectiva de la dignidad y la indignación, a creer en la posibilidad de poder salir a saltarse los torniquetes de la cabeza adiestrada.
Estamos celebrando una década. ¿Estamos celebrando? Preliminarmente podríamos decir que sí. Puesto en perspectiva, quizás no es tan fácil que una revista de estas características, con este equipo y de carácter autogestionado, siga viva.
Hace diez años comenzamos La Raza Cómica. Aunque la revista como tal cumple ocho, reconocemos el nacimiento del proyecto a partir de sus dos años de podcast, grabado todos los lunes en los estudios de la Facultad de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile, en Gómez Millas, que completan la redondez de la década. Un proyecto que ha buscado abrirse camino en el intrincado mundo de la cultura y la lectura, dos estandartes de la élite que cada cierto tiempo la periferia insiste en subvertir para crear otras posibilidades y miradas que vayan más allá del pensamiento bien portado.
Nos reconocemos desde ese lugar. En esta década de insistencia, hemos deseado que la revista se convierta en la posibilidad de desalambre y que la periferia se vuelva el centro, que no haya que mirar pal lado para construir legitimación sino que sea un cauce abierto de luchas y resistencias que desaten posibilidades de crear otras utopías, en el aquí y el ahora. Siempre de la mano de una fundamental red de colaboradores, hemos intentado –humilde y porfiadamente– imaginar nuestro país y nuestra región de otro modo, con otras mañas, desde los otros cruces que se tejen en la tensión superpuesta del territorio factual y representado.
Con una vocación por escarbar en las coyunturas, La Raza ha buscado ser una plataforma para los movimientos que desalambran los cercados del continente. Una política de complicidades, orientada por la convicción de que la ciudad letrada no es un club de membresía exclusiva; a veces hay que dar vuelta las mesas y armar otro encarpado para las escrituras despelotadas, con esa “inconstancia del alma salvaje”. Poco a poco y sin programa de antemano, la revista ha puesto el canon en el mortero para aliñarlo y remezclar sus componentes. En las páginas virtuales de La Raza, cada colaboración se aloja en categorías tan traslapadas y polimorfes que se vuelven ellas mismas inclasificables. Acaso conforman las palabras-contraseña de una conversación de pasillo o el rumor de polémicas contra los mandatos oficiales de lectura de nuestra realidad latinoamericana. Con afán de originalidad, hemos añadido otro capítulo a ese museo de cachivaches, al archivo plebeyo de copias adelantadas a sus moldes.
La Raza cumple diez, que no es poco. Una década completa cuyo itinerario no puede eludir las tesituras del duelo y la forma en que la muerte ha marcado nuestro devenir.
La piedra angular es la pérdida de Cristian –sin tilde y con chalas–; su ausencia y sus presencias son para siempre parte del corazón suturado de la revista. Cabales siete días antes, el asesinato de Camilo Catrillanca a manos del Estado. Hay ahí una indeleble ristra trágica entre la crisis personal y afectiva que sobreviene a la revista con la que sobresalta al país y lo arrastra en una nueva espiral de violencia y represión, que concluiría con la revuelta social casi un año después. Acontecimientos que constituyen la manta que envolvió su primera edad. Venero convulso bajo el que se cría dentro y fuera de sí. Años en que toca enterrarse y echar raíces en el trastornado territorio que se habita. Entrar al paisaje social, y dejar que su espíritu entre por las patas.
Por la longitud de esos días, La Raza aprendió a llorar en las jaranas y bordar la cara del amigo en costuras eternas; a pegar por los postes el rostro frontal de Catrillanca muerto por la espalda.
Pero la muerte, ya entonces, no nos era ajena. En 2016, la revista tuvo una primera confrontación con ella y una interpelación directa a su bajada: de “cultura y política latinoamericana”. Un 28 de agosto moría Juan Gabriel a los 66 años en el embaldosado baño de su casa de California. Casi tres meses después, lo hacía Fidel Castro, el 25 de noviembre en la Habana Cuba a la longeva edad de 90 años.
“Patria y velorio”, escrita por el Cristian cuatro días después del deceso de Fidel, es un texto que no sólo da cuenta del lugar –para nada poco común ni aislado en nuestra América– en que cultura y política borronean sus lindes; forman parte de un mismo torrente, trepidante y tenaz, propiciando una “percepción ampliada de las categorías de la realidad”, como escribiese Alejo Carpentier. En él, Cuba aparece poetizada como una población en un vecindario continental controlado por Estados Unidos; los matones de un barrio violento y atiborrado. Trasminan en su alegre elegía las señas del velorio festivo, una poética de funeral carnavalizado, hecho a la memoria del muerto, que se compagina con comentarios mordaces y rotundos: “Cuidado con los matices, no lo vaya a igualar con cuanto dictador facho se le ocurra, no me venga con pendejadas”.
El mismo 29 de noviembre se publica la “Historia no parte de cero” de la connotada profesora e historiadora Claudia Zapata Silva –una autora esencial en esta década de vida digital–. También ahí, en un texto tan sentido y concienzudo, como sin asomo de mediastintas, Claudia reclama la necesidad de desarrollar “una memoria de la revolución en América Latina”, pues “sigue siendo indispensable reconocernos en los proyectos que, pese a todo y contra todos, lucharon por la igualdad y la justicia. Pero una memoria que dé paso a la historia y no a la mitificación paralizadora”. Un texto que nos urge para “pensar la revolución con Fidel y más allá de Fidel”, con el fin de asumir la “tarea necesaria para movilizar productivamente su enorme legado”.
En el caso de Juan Gabriel, el material publicado alcanzó para armar un especial. “Amor eterno”, escrito también por Claudia Zapata, es un artículo con visos de ensayo en torno a su impacto cultural desde una ponderación del complejo cruce de aspectos populares que pone en juego su figura y legado. En “Yo no sé qué me pasó”, el académico, profesor del departamento de Literatura la Facultad de Filosofía y Humanidades U. de Chile y poeta nicaragüense Leonel Delgado –otro colaborador histórico de la revista–, desglosa las claves musicales y líricas que confluyen en su canción favorita de Juanga. O en “Lo que se ve no se pregunta”, en donde Luis Guichard dibuja el trayecto de su historia personal respecto a su relación con la figura del cantante mexicano y su notoria dislocación de los patrones culturales que rigieron la tele de los noventa.
No hace falta decir de nuevo (y eso siempre se dice cuando es nada menos que imperativo aclararlo) que, de algún modo, la desaparición de la icónica figura de la canción mexicana fue, junto al fallecimiento de Fidel Castro, el obituario doble que pareció marcar a fuego los primeros años de vida de nuestra revista. La cultura y la política latinoamericana pulsaban a través de ellos intempestivos bemoles.
Aún hoy, la muerte nos brinda un pretexto para recurrir a la escritura y para reunirnos en torno a ella. La Raza, que ha sido un lugar para hablar sobre duelo y memoria, ha sido como un farol encandilador al que las polillas de la muerte nos hemos ido imantando, haciendo crecer la revista al mismo tiempo en que la revista nos va suturando los forados. En este último año hemos escrito textos colectivos que giran en torno a la muerte y nuestros muertos: una lectura coral de El invencible verano de Liliana de Cristina Rivera Garza y un altar hecho de letras para el día de muertos en noviembre.
Por supuesto, esta es una ínfima hebra de las casi mil entradas que hemos publicado en estos diez años de tanta vida. En esa nervadura particular se puede reconocer cierto rastro de la revista a través de los años. Unos geranios que crecen muy rojos debajo de los postes; la animita y el memorial pintado en la pandereta, el ramaje de nuestras propias pérdidas, los desaparecidos y los que los desaparecen; Latinoamérica entera y reconocida en la superficie de sus misterios gozosos y dolorosos.
Porque pensar la muerte es, inevitablemente, pensar la vida; una no existe sin la otra, cada una es la condición de posibilidad de su anverso.
También fue así, coralmente, como escribimos una crónica en cinco entregas que documentó nuestro viaje por Tenochtitlan en febrero. Escribimos colectivamente en un Google Doc donde, eventualmente, ya no se sabe quién escribió qué, quién te editó o a quién editaste. Un documento virtual, como la revista, donde desparece la individualidad en la escritura –donde es, además, tan fácil ser posesivo– para dar nacimiento a un texto a muchas manos, que contenga todas nuestras sensibilidades, y que cuente la historia que construimos en común. Un texto como este, que abrimos en blanco en un Google Doc y que hoy se siente como un reflejo metafórico y muy concreto de lo que somos.
Son diez años de haber calzado en la cabeza las máscaras mortuorias para despedir e invocar una memoria continental, y adentrarse en un locus en el que la identidad regional arraiga y retoña. Y, alcanzados por esos fuegos, forjar una creencia milagrosa en la amistad y el entusiasmo de hacer algo con muchas manos, algo que en sus momentos más inspirados aspire a tener sentido y razón.
Sin eso, esta revista chica y que marcha mes a mes a puro pulso, no estaría viva y coleando.
Todas las colaboraciones con las que hemos contado a lo largo de estos diez años han sido el combustible que nos permitió elevarnos a la atmósfera del espacio digital por todo este macizo tramo de tiempo. Sus constantes remesas textuales nos convencen de que es un espacio valorado de expresión de ideas y proyectos.
Y qué más. Seguimos aquí.
Larga vida a la Raza!!!
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Equipo Editorial LRC
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