Traducción de Lucía Stecher y Thomas Rothe
El 12 de noviembre de 1964, después de la ejecución de Marcel Numa y Louis Drouin y del retiro de sus cuerpos, llevados, según se dice, al palacio nacional para que François «Papa Doc» Duvalier los examinara personalmente, un muchacho desgarbado de trece años aprovechó la dispersión de los espectadores y soldados para acercarse al centro de la escena. Hasta ese momento se había mantenido alejado para evitar el ruido atronador de las armas de los verdugos. Caminó hacia los postes atravesados por las balas, se agachó en la tierra ensangrentada y recogió los anteojos que llevaba Drouin.
El joven, Daniel Morel, tuvo por poco tiempo los anteojos en sus manos, ya que otro muchacho se los arrebató. Aun así, pudo ver que sobre los cristales rotos estaban esparcidos pequeñísimos pedazos del cerebro de Drouin. Quizás si se los hubiera podido quedar, habría limpiado los vidrios y se los habría acercado a la cara para tratar de ver cómo se veía el mundo a través de los ojos de un hombre muerto. En Haití es frecuente que a las víctimas de asesinatos se les arranquen los ojos, porque se cree que incluso después de la muerte, la última imagen que vieron queda registrada en la córnea, con la claridad de una fotografía.
Antes de presenciar la ejecución de Numa y Drouin, Daniel Morel no estaba especialmente interesado en los ojos de los muertos. Había sido como cualquier otro chico que pasea por Puerto Príncipe y juega fútbol con sus amigos. A veces trabajaba en la panadería de su padre y trataba de subirse al tren comercial de Haití, que transportaba caña de azúcar desde los campos del sur de Léogâne a la central azucarera en Puerto Príncipe. Pero la ejecución cambió todo.
Al día siguiente, pasó frente a un estudio fotográfico cerca de la panadería de su padre en el centro de Puerto Príncipe y en las puertas abiertas vio fotografías ampliadas de los cadáveres de Marcel Numa y Louis Drouin, exhibidas a propósito para disuadir a posibles disidentes. Durante semanas se exhibieron esas fotos ahí y en otros lugares, y aunque Morel había estado en la ejecución, sentía como si cada vez las viera por primera vez. No podía apartar su mirada de ellas.
“Fue entonces que decidí convertirme en reportero gráfico”, recordó Daniel más de cuarenta y cinco años después, sentado a la mesa del comedor de mi casa en el barrio de Little Haiti en Miami.
Nos habíamos conocido hacía casi una década, cuando yo estaba en Haití con algunos amigos periodistas haitiano-estadounidenses. Era el día de Todos los Santos y habíamos ido con él al cementerio nacional de Puerto Príncipe para ver a la gente cantar, bailar y rezar en honor a sus muertos.
Nadie sabe con certeza dónde están enterrados Numa y Drouin, así que tengo claro que no se contaban entre los muertos individualizados ese día en los rezos del cementerio nacional. Mientras caminaba a través de los pasillos estrechos en medio de los mausoleos y las tumbas, recordaba las imágenes que había visto de la ejecución y trataba de imaginar dónde se había realizado. Decidí que una pared de cemento resquebrajada y cubierta de grafitis cerca de la entrada principal podía ser el lugar. Detrás de la pared había un barrio bullicioso y un basural.
La primera vez que nos vimos no sabía que Daniel tenía una conexión con Numa y Drouin. Y él tampoco sabía de mi interés en ellos. De hecho, ni siquiera hablamos, porque él estaba ocupado tomando fotos. Recién me enteré de que había estado en el lugar de la ejecución cuando lo escuché hablar en una exhibición de sus fotos en New Paltz, Nueva York, en el otoño de 2006.
“Inmediatamente quise ser fotógrafo para poder documentar la historia haitiana”, dijo ese día.
Durante la conversación en mi casa profundizó más en el tema y agregó: “No había fotos recientes o útiles en los libros de historia haitianos con los que estudiaba cuando era chico. En lo que respecta a esos libros, la historia haitiana terminaba en 1957, antes de la llegada al poder de Papa Doc Duvalier. En la fotografía la historia es algo que pasó hace diez minutos. La fotografía registra la vida, el movimiento, pero también documenta la historia y la muerte”.
“La fotografía es un acto elegíaco”, escribe la novelista y ensayista Susan Sontag en Sobre la fotografía. “Todas las fotografías son memento mori”. Esto quiere decir, como explica Roland Barthes en La cámara lúcida, que tarde o temprano el sujeto dejará de existir. “Tomar una foto”, continúa Sontag, “es participar en la mortalidad, vulnerabilidad y mutabilidad de otra persona (o cosa). Precisamente, al recortar y congelar este momento, todas las fotografías entregan testimonio de la fusión implacable del tiempo”.
Daniel Morel ha estado tratando de documentar la fusión implacable de Haití desde que vio morir a Marcel Numa y Louis Drouin. Sus imágenes fácilmente reconocibles, distribuidas durante quince años por las agencias de noticias a publicaciones de todo el mundo, son crudas y sorprendentes, urgentes y aterradoras, como gritos que emergen de una pesadilla interminable. Al igual que la vida, Morel no les ahorra nada a sus sujetos o a quienes ven sus fotos. Es un testigo, pero casi no está presente. Casi se tiene la sensación de que las fotos se toman solas, porque documentan actos en los que uno esperaría que la gente participe sólo si no hay nadie más presente: morder el dedo arrancado de otra persona, prender fuego a una pila de hombres.
En su obra a menudo aparecen niños en situaciones de angustia tranquila, tal como la que vivieron Daniel y muchos de los otros jóvenes mientras observaban la muerte de Numa y Drouin. Estos niños cargan objetos pesados, pedazos de cemento, baldes. Se ven empequeñecidos en medio de montañas de basura o apretados en salas de clase enanas. Mecen en sus brazos las cabezas ensangrentadas de los amigos a punto de morir en la calle. Cuando están entre los muertos esqueléticos, aparecen casi cayendo desde camillas llenas de gente, con un miembro colgando hacia abajo, como si buscara tocar la tierra en la que nadie va a poder enterrarlos como corresponde.
Morel, ahora un hombre canoso de mediana edad, barbudo y de voz suave, explica que durante la dictadura de Duvalier nadie podía andar con una cámara frente al palacio presidencial de Haití. Hacerlo implicaba arriesgarse a ser tomado erróneamente por un espía y recibir un balazo. A menos que fueran usadas como propaganda y para infligir terror, las fotos eran tomadas en los hogares o en estudios fotográficos profesionales, en los que la gente posaba e intentaba parecer pensativa o contenta. Morel quería disputarle al Estado el poder de usar las fotos como propaganda y devolvérselo a los sujetos, pero no pudo hacerlo antes de irse de Haití a los diecisiete años.
Su primera sesión fotográfica la hizo en la universidad, en Hawái, donde le tocó fotografiar una clase de cocina. La segunda vez fotografió al expresidente Jimmy Carter durante una visita que hizo a esta isla. Rodeado por un ejército de fotógrafos, Daniel se sintió seducido por el repiqueteo de todos los obturadores y flashes que lo rodeaban, lo que Roland Barthes llama el “sonido vivo” de una fotografía y a lo que Daniel Morel se refiere como “el clac clac clac clac” de todo eso.
Mientras trabaja, a menudo tiene en mente las imágenes fotográficas impersonales de la muerte de Marcel Numa y Louis Drouin, del asesinato de John F. Kennedy y del tiroteo televisado de Jack Ruby contra Lee Harvey Oswald, que vio cuando era niño en imágenes fijas en las páginas de la revista Paris Match. Más adelante capturaría imágenes similares en su trabajo, lo que ha llevado a algunos a criticarlo por su tendencia a mostrar sólo el lado más duro y violento de la vida haitiana.
“Mucha gente que ve mis fotos”, me cuenta, “me dice ‘haces que el país se vea mal’. La gente a veces opina que mis fotos son demasiado negativas. Se sienten en shock al verlas, pero esa es exactamente la reacción que quiero provocar. No quiero ni destrozar ni denigrar a Haití. Sólo le muestro a la gente cómo son las cosas, porque quizás si las ven con sus propios ojos hagan algo para cambiar la situación”.
En 1980, Daniel regresó a Haití desde Hawái. Viajó por el campo haitiano fotografiando bodas y velorios campesinos. Empezó a tomar fotos relacionadas con las noticias después de la caída de la dictadura de Duvalier en 1986, cuando las calles se llenaron de cadáveres de los antiguos verdugos del dictador. Trabajó para varios diarios haitianos y aceptó encargos ocasionales de medios extranjeros hasta que se dedicó a tomar fotos para agencias de noticias internacionales.
En 2004, después de que el presidente Jean-Bertrand Aristide partiera del país por segunda vez y de sufrir la tragedia personal de que su esposa fuera atacada por un perro guardián que la mató, Daniel se fue de Haití y regresó a Estados Unidos, donde ha estado luchando para vivir de la fotografía. En este momento, como un inmigrante mayor, le resulta más difícil reconstruir su vida y su carrera.
“Ya no tengo país”, dice. “No puedo vivir en Haití y no puedo vivir en Estados Unidos. En Haití me dicen jounalis la, atis la, el periodista, el artista. Acá siento que no me valoran”.
Ha visto demasiados horrores como para sentir pena por él mismo. Lo que sí le gustaría es documentar esta etapa de su vida, una foto tras otra, día a día.
Ocho meses antes de que nos encontráramos en Miami había empezado a perder el equilibrio, hasta que se cayó y se golpeó la cabeza tan fuerte que no podía recordar dónde se había pegado. Tuvo una conmoción y un poco de sangramiento cerebral y en la resonancia magnética que le hicieron en el hospital encontraron un tumor benigno. Para poder operarlo tenían que ponerle plasma, así que pasó diecinueve días en un hospital en Nueva Inglaterra, donde fotografió diariamente el hielo que cubría la ventana de su habitación y las sorprendentes salidas y puestas de sol invernales. Algunas veces aparecía un gorrión en su ventana y lo miraba, y él quedaba convencido de que se trataba del espíritu de su esposa muerta. Aunque había sido incapaz de fotografiar el cuerpo de su mujer cuando murió, le tomó fotos al gorrión, y vio en este pájaro una oportunidad para extraer algo de belleza de una tragedia horrible. Durante su estadía en el hospital fotografió al equipo médico y sus procedimientos. Puso un espejo sobre su cabeza para fotografiarse mientras tomaba fotos. Antes de su cirugía de cerebro, les pidió a los cirujanos que le tomaran fotos a su cráneo abierto y a su cerebro expuesto. Más adelante me mostraría una de esas fotos.
¿Cómo había sido, le pregunté, dirigir la cámara hacia sí mismo y documentar su propia mortalidad?
“Estaba dichoso”, me dijo. “Estaba contento. Incluso si esas hubieran sido mis últimas fotos, habría muerto con la cámara en la mano. He documentado a otros. No podía morir sin hacer un registro de mí mismo”.
Sin embargo, a medida que se recuperaba de la cirugía, empezó a pensar en su archivo de imágenes construido a lo largo de veinticinco años. Se alegró de descubrir que cada una de ellas seguía estando grabada en su cerebro, al igual que antes de la operación. Pero ahora está pensando en concentrarse en otro tipo de imágenes.
“Me gustaría tomar fotos con menos conflicto y tensión, fotos menos provocadoras”, dice. “Me gustaría mostrar la belleza de Haití, porque mientras vivía ahí veía tanto belleza como fealdad. Olía tanto la basura como el aroma del pan horneándose en la panadería de mi padre en el centro de Puerto Príncipe”.
Ahora está haciendo un libro sobre el grupo musical más antiguo del país, la Orquesta Septentrional de Haití. Esta banda había escrito y tocado alguna vez canciones en honor a François «Papa Doc» Duvalier. Quizás lo hicieron para sobrevivir, ya que habían visto desde el escenario cómo durante sus espectáculos la gente era brutalmente golpeada y a veces incluso asesinada a tiros por los esbirros de Duvalier. Sus músicos después compusieron y tocaron canciones que llamaban a resistir y a luchar y que celebraban el fin de la dictadura. Debido a que era adorada por los tonton macoutes de Duvalier, Daniel Morel antes la despreciaba, pensaba que era mizisyen palè, arte mercenario. Pero una vez se le pinchó una rueda cerca de un club en el que estaban presentando y, mientras esperaba que se la arreglaran, se enamoró perdidamente de su música sin saber que eran ellos los que tocaban.
“En Haití la música es una parte muy importante del paisaje político”, se lee en el epílogo de su libro sobre la Orquesta Septentrional aún no publicado y que escribió en conjunto con su colaboradora Jane Regan. “Todos los regímenes han tenido música que les ha ayudado a tomar el poder. Y cada uno de ellos utilizó la música para permanecer en el poder. Y a menudo, la música también ha sido usada para derrocar regímenes. Los políticos haitianos averiguan qué grupos son los más populares y los apoyan: con instrumentos, financiamiento para presentarse en el carnaval y fêtes champêtres (festivales campesinos) y así sucesivamente […] La Septentrional hasta ahora ha sobrevivido a las tormentas políticas y sociales que han asolado a Haití como país y a las tormentas musicales y culturales que amenazan con enterrar todo lo haitiano”.
Actualmente le gusta tanto el grupo que está trabajando en un documental sobre ellos. Cuando me visitó en mi casa en Miami iba camino al funeral de uno de sus líderes más antiguos para tomar fotos.
“No voy a fotografiar su muerte”, me dijo, “voy a fotografiar su vida. Puedes devolver a la vida a alguien que está en un ataúd si lo captas suficientemente bien, si capturas su espíritu. Yo no le tomo fotos a la muerte en los funerales, yo fotografío la vida”.
Cuando le pregunto si cree que hay un vínculo entre la fotografía y la muerte, se ríe y dice: “Posar es la muerte. Yo creo que cuando haces que la gente pose para una foto la matas”.
Le cuento de un fotógrafo de estudio en el barrio de Little Haiti que dice que se convirtió en fotógrafo porque nunca pudo ver el rostro de su madre, que murió cuando él era un bebé, porque no había fotos de ella. Ahora este hombre hace retratos de las madres de otra gente e imagina a su propia madre en ellas.
También cito el poema haitiano sobre fotos que más me gusta, «Turista» de Félix Morisseau-Leroy, y juntos recitamos las pocas líneas que sabemos de memoria:
Turista, no me tomes fotos
No me tomes fotos, turista
Soy demasiado feo
Demasiado sucio
Demasiado flaco
No me tomes fotos, hombre blanco
No le gustará a Mr. Eastman
Soy demasiado feo
Tu cámara se va a romper
Soy demasiado sucio
Demasiado negro
Coincidimos en que este es esencialmente un ruego proveniente de la voz situada al otro lado del lente —un momento muy raro en que habla un sujeto asolado por la pobreza— que teme ser malinterpretado, mal mirado e incomprendido; que teme ser sacado de contexto. Es un miedo muy similar al de otros sujetos que temían que los lentes estrechos de una máquina ubicada fuera de su experiencia les robaran el alma. Permitir que nos tomen una foto, sea el fotógrafo un extraño o alguien que conocemos, es un acto de gran confianza. Uno se da cuenta cuando hay comodidad o incomodidad entre el sujeto y el lente, entre el que captura y el capturado. Y muchos de los sujetos de las fotos de Daniel han sido capturados. Incluso antes de ser fotografiados habían sido capturados por los dioses de las circunstancias dolorosas.
Tenemos también, por otra parte, el caso opuesto al de la persona que ruega no ser fotografiada. «Por favor tómame una foto», podría pedir alguien atrapado en una situación imposible.
Jounalis la, por favor tómame una foto
Por favor tómame una foto, atis la
Estoy necesitado
Desesperado
Atrapado
Por favor tómame una foto, jounalis
Qué se joda Mr. Eastman
No soy demasiado feo
Tu cámara no se va a romper
No soy demasiado sucio
Ni demasiado negro
Jacqueline Charles, amiga mía y periodista del Miami Herald, me contó su experiencia en una escena catastrófica que presenció luego de que cuatro tormentas consecutivas asolaran Haití. Después del rescate de los cadáveres de algunos niños de un río que se había desbordado, un padre acongojado rogó que le dieran un poco de agua limpia para lavar la cara cubierta de barro de su hija y un vestido para ponerle antes de que le tomaran una foto, que luego formaría parte de una serie de fotografías ganadoras del Premio Pulitzer. Como sabía que esta sería la última imagen de su hija, el padre quería que se viera lo mejor posible.
Jacqueline me contó que el padre deseaba desesperadamente que se contara la historia de su hija, porque sabía que, aunque el suyo era un caso singular y su cara una imagen singular también, podían revelar mucho acerca del desastre mayor de las tormentas. De esta forma, el descorazonado padre seguía una tradición que existe desde hace mucho tiempo en Haití y en otros lugares, que consiste en tomar una fotografía de recuerdo de los muertos para mantenerlos con nosotros, mientras que al mismo tiempo permitía que la cara de su hija amada representara la de muchos otros.
Otro fotógrafo, un israelí llamado Daniel Kedar, viajó por todo Haití tomando fotos de campesinos que nunca han visto fotos de sí mismos. Cuando les mostraba las instantáneas, los campesinos a veces negaban que fueran ellos los de la imagen.
«No, yo no soy tan flaco», decía alguno. «No, no soy tan viejo».
¿Nos imaginamos a nosotros mismos cuando no todo depende de nuestra imagen? ¿Es necesario hacerlo cuando nuestro rostro es sólo nuestro? Convertirse repentinamente en el emblema de un problema, en el «rostro» de un Haití destruido, es en sí un brusco despertar, un shock cultural. Pese a ello, puede ser importante, porque permite que se transmita una historia que de otro modo podría ser totalmente borrada. Fuerza al resto a recordar que estuvimos —que estamos— acá.
Pito nou lèd, nou la, declara valientemente el proverbio haitiano. Podemos ser feos, pero estamos acá.
“La fotografía tiene algo que ver con la resurrección”, escribió Roland Barthes. “¿No podemos acaso decir de ella lo mismo que los bizantinos decían de la imagen de Cristo impresa en el Sudario de Turín: que no estaba hecha por la mano del hombre, acheiropoietos?”.
¿No podemos decir lo mismo de todos los proyectos creativos apasionados?
“Nunca pretendí convertirme en un reportero gráfico”, me ha dicho Daniel Morel más de una vez. “Me convertí en reportero gráfico debido a la ejecución de Numa y Drouin. Tuve miedo y no quise volver a sentir miedo de nuevo. Tomo fotos para no volver a temer nada ni a nadie. Cuando tomo fotos siento que algo me protege, que la cámara me defiende”.
Le pregunto si de niño había querido proteger a Numa y Drouin.
No los pudo proteger, me respondió, pero con los años ha sentido como si con sus fotos hubiera podido proteger a otros Numas y Drouins. Y durante esta última conversación siento cada vez más que crear en peligro también es crear sin miedo, aceptando valientemente los terrores públicos y privados que nos podrían silenciar y avanzando con determinación, aunque sintamos que perseguimos fantasmas o estamos siendo perseguidos por ellos.
Al principio de su cuento de 1955, “Jonas o el trabajo del artista”, Albert Camus cita a modo de epígrafe los siguientes versos del libro de Jonas:
Alzadme y echadme a la mar […]
Porque yo sé que por mi causa
Esta tempestad tan grande
Ha venido sobre vosotros.
Crear sin miedo, y vivir sin miedo, aun cuando aceche una gran tempestad. Crear sin miedo, aunque estés lòt bò dlo, al otro lado del océano. Crear sin temor para gente que ve, mira, escucha y lee sin temor. Escribir sin temor porque, como dice mi amigo Junot Díaz, “un escritor es un escritor porque sigue escribiendo incluso cuando no hay esperanza, porque aun cuando nada de lo que haces parece prometedor, continúas escribiendo”. Quizás también eso significa ser escritor. Escribir como si nada pudiera o fuera a detenerte. Escribir como si de verdad creyeras, de todo corazón o temerariamente, en acheiropoietos.
Algo extraño pasa cuando uno hace su propio duelo en un lugar que alberga el duelo de otras personas. La última vez que estuve en el cementerio nacional de Puerto Príncipe fue para el entierro de mi tía Denise en febrero de 2003. En esa oportunidad, como en muchas otras, volví a mirar la parte descascarada de la pared de cemento en la que pensaba que había salpicado la sangre de Marcel Numa y Louis Drouin. Se cuenta la historia de que la pared había sido construida algunas décadas antes de la ejecución, cuando se decía que era posible escuchar la voz lastimera de una mujer proveniente de las hojas de un árbol de guanábana ubicado en la mitad del cementerio. La voz que venía del guanábano pertenecía a Gran Brigit, la esposa de Barón Samedi, el espíritu guardián del cementerio. Gran Brigit era conocida por su generosidad para dar dinero a los pobres. Por lo que, cuando se esparció la noticia de su presencia, las multitudes llenaron el cementerio pisoteando los mausoleos y las tumbas. El muro fue construido para mantener fuera a los seguidores de Gran Brigit.
Miré alrededor de este pueblo enorme de muertos preguntándome dónde podría haber estado el árbol de Gran Brigit. Me quedé mirando el viejo edificio de dos pisos cerca de la entrada, en cuyo balcón creía que mucha gente se había apostado a observar la ejecución de Numa y Drouin. Quizás ni el edificio ni el muro hayan estado donde yo creo, ni sean lo que yo pienso. Esta historia que cuento tiene la poca fiabilidad que le da esa incerteza.
Sobre el muro que yo imaginaba detrás del escenario de las ejecuciones vi ahora grafitis políticos: Aba___, abajo con___. No seguía el nombre de una figura nacional haitiana, sino el de alguien que yo no conocía. Las palabras estaban en el mismo tipo de cursiva pintada con espray negro que todavía se puede encontrar en todo Puerto Príncipe, comentarios callejeros que sugieren que la capital de Haití puede estar llena de Jean-Michel Basquiats. La última vez que estuve en el cementerio no había ninguna placa que reconociera lo que le había pasado ahí a Marcel Numa y Louis Drouin el 12 de noviembre de 1964.
“Si pusiéramos placas en todo Puerto Príncipe para conmemorar las muertes”, me dijo una vez un amigo al que le señalé este hecho, “no nos quedaría espacio para nada más”.
En vez de placas, todo lo que nos queda de Numa y Drouin son memorias individuales como la de Daniel Morel, unos pocos minutos de grabación en blanco y negro en la que ellos mueren una y otra vez, y algunas fotos en las que están siempre muertos.
La última vez que Daniel Morel estuvo en el cementerio había una pila de cadáveres tan alta como el muro, todos ellos víctimas del terremoto que sacudió a Haití el 12 de enero de 2010. El sitio en que murieron Numa y Drouin resultó ser demasiado pequeño para enterrar a las más de dos mil personas que fallecieron juntas instantáneamente esa tarde en Puerto Príncipe.
Las fotos de Daniel Morel estuvieron entre las primeras imágenes de muerte y destrucción que se vieron en Haití después del terremoto. Había ido de visita a Puerto Príncipe desde Estados Unidos y se encontraba caminando en sus calles cuando la tierra empezó a moverse. Ya no había vuelta a las imágenes más «placenteras» de una ciudad y un país que él documentaba desde niño. Toda su ciudad —nuestra ciudad— era un cementerio.
*Capítulo tomado de Crear en peligro: El trabajo del artista migrante de Edwidge Danticat. Traducción de Lucía Stecher y Thomas Rothe. Santiago: Banda Propia, 2019.
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